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DESPIERTA Y LEE
Tribuna
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Topicazos

Fernando Savater

Siempre me pregunté por qué la excepción confirma la regla. Me parecía (y me parece) que una regla sin excepciones es mucho más inatacable que otra que tiene alguna… o muchas. ¿Diremos acaso que cuantas más excepciones tenga una regla, tanto mejor confirmada está? Siguiendo por ahí, resultará que la regla más acorazada es aquella que sólo cuenta con casos adversos… Pero me callaba mis reservas, cuando oía a gente de lo más respetable asegurar con un cabeceo sentencioso: “ya sabes lo que dicen, la excepción confirma la regla”. Y yo, para mis adentros: ¿quién echó a rodar ese axioma ridículo? ¿y por qué? Hasta que, gracias al impagable Diccionario del diablo, de Ambrose Bierce, descubrí que lo que parecía un error y una bobada era, ¡oh, sorpresa!, un error y una bobada. Hay un dicho latino que establece exceptio probat regulam, es decir “la excepción pone a prueba —o compromete— la regla”. Algún tontaina tradujo mal hace siglos probat como “comprueba, confirma” y la rutina convirtió su ignorancia en sabiduría popular. Que seguimos repitiendo, tan orondos.

No es ni mucho menos un caso único. Las frases hechas con las que todos aliviamos frecuentemente el esfuerzo y hasta el compromiso de pensar son prótesis verbales —ni siquiera intelectuales— de nuestra indolencia conformista. A veces expresan vulgaridades, otras errores y en bastantes ocasiones horrores. Lo que decimos con ellas pretendemos que sea inatacable, porque la costumbre las ha hecho venerables, cuando en realidad suelen ser injustificables excusas para no argumentar. En el mejor de los casos enmascaran nuestra indolencia mental pero frecuentemente sirven de amparo a cobardías o apaños aún peores. Y bien mirado produce escalofríos que estén con tanta frecuencia no solo en boca de quienes charlan a la hora del aperitivo, sino también de los que opinan en medios de comunicación o de los líderes políticos.

En su día, con humor y malicia, Flaubert o Leon Bloy hicieron su disección desmitificadora de muchos lugares comunes. Pero era urgente intentar hoy algo semejante, aunque fuese en tono menos sarcástico, con los que ahora se repiten más frecuentemente. Para desmenuzar la inconsistencia de lo que dicen pero sobre todo para denunciar el peligro de lo que callan. A ello se ha dedicado con paciencia y perspicacia Aurelio Arteta en su último libro Tantos tontos tópicos (Ariel). El libro se divide en dos partes: la primera se dedica a desmenuzar sin misericordia los tópicos de implicaciones más estrictamente morales (o sea que tratan de nuestras valoraciones genéricas habituales), con algunos tan sobados y dominantes como “sé tu mismo”, “no debemos juzgar a nadie”, “la vida es el valor supremo”, “respeto sus ideas, pero no las comparto” o “todos somos culpables”. La segunda parte se centra en aquellos lugares comunes de uso más habitual en política: “al enemigo ni agua”, “con la violencia no se consigue nada”, “estoy en mi perfecto derecho”, “debemos recuperar nuestra lengua”, etc… De especial interés actual es el que cierra el libro, “todos queremos la paz”. Y también para quienes se empeñan en escandalizarse por la difunta Educación para la Ciudadanía puede ser útil la reflexión sobre el lema “no hay que adoctrinar a la ciudadanía”.

El libro de Arteta no rehúye la polémica, todo lo contrario. Precisamente eso es lo que reprocha a los lugares comunes de que trata: que se ofrezcan como muletillas axiomáticas que zanjan con su simplicidad debates fundamentales en cuyos meandros argumentales no quieren implicarse. Cada uno de ellos encierra sin duda una parte razonable, pero su utilización totalizante está destinada a paralizar la discusión (“¿no me irá usted a negar que…?”) en lugar de a favorecerla. En esta obra el lector se ve a cada paso retado por el análisis del autor, que no pretende ser compartido acríticamente sino estimular la reflexión: es decir, pasar de lo confortablemente cerrado a lo incómodamente abierto y así dar paso al ejercicio del pensamiento bloqueado.

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