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El hombre que no se iba

La mecedora, de Jean-Claude Brisville, ha colgado el “no hay entradas” en el Valle-Inclán Un texto didáctico en exceso, muy bien dirigido por Flotats, que no actúa pero ha dejado su impronta en Helio Pedregal

Marcos Ordóñez
Daniel Muriel, Eleazar Ortiz y Helio Pedregal, en una escena de la versión dirigida por Josep Maria Flotats de 'La mecedora', de Jean-Claude Brisville.
Daniel Muriel, Eleazar Ortiz y Helio Pedregal, en una escena de la versión dirigida por Josep Maria Flotats de 'La mecedora', de Jean-Claude Brisville.DAVID RUANO

1 Flotats sigue fiel a Jean-Claude Brisville: tras La cena y El encuentro de Descartes con Pascal joven llega La mecedora al Valle-Inclán, donde agota localidades y bienvenido sea, aunque creo que hubiera podido defenderse perfectamente en el teatro comercial. La mecedora (Le fauteuil à bascule, 1982) es la primera obra de Brisville. Se estrenó en el Petit Odéon, dirigida por Jean-Pierre Miquel, y obtuvo un gran éxito. Quizás sea la pieza más personal, más biográfica de su autor, un editor de prestigio (Hachette, Julliard) que a los sesenta años, y tras haber dirigido Livre de Poche durante cinco, fue “anticipadamente jubilado” por sus nuevos jefes, lo que le permitió convertirse en autor dramático. La mecedora pronostica con una absoluta claridad de visión y tres décadas de adelanto buena parte de los males que aquejan a la edición de hoy; que sea una buena función es otro asunto: las admirables tesis que sostiene Jerónimo (Helio Pedregal), el viejo editor protagonista, podrían condensarse perfectamente en un artículo cuya lectura no nos ocuparía más de media hora. Si los mimbres dramáticos de La mecedora me parecen muy endebles es porque a) el protagonista no tiene antagonista y, b) la premisa argumental resulta escasamente creíble. A un lado del ring, Jerónimo defendiendo la edición minuciosa, el placer de la lectura, el respeto al escritor, y toda una serie de cosas estupendas: es el editor soñado, por no decir el tío cultivado y un punto excéntrico que todos quisiéramos tener. Al otro, Osvaldo (Eleazar Ortiz), el taimado jefazo que le ha puesto de patitas en la calle: un tipo gélido, antipático, más tieso que un palo, con el mercado como único norte, postulador del “libro autodestruible” y de que hay que acabar con la libertad del autor (“hemos sido demasiado indulgentes”), entre otras lindezas. ¿De parte de quién nos vamos a poner desde el minuto uno? No hay combate. No hay dialéctica: hay sermón. Como presunto fiel de la balanza tenemos a Gerardo (Daniel Muriel), un chaval encantador (ingenuo, corazón de oro, etcétera), que parece ser (me temo que en esa parte me dormí un poco) el amante de Osvaldo y que comparece para darle la razón, como si hiciera falta, al viejo editor: el sobrino ideal. ¿Jerónimo no tiene ningún defecto? Sí. Lo tiene: es un pelmazo de tres pares de narices que no se larga ni echándole agua caliente. La acción transcurre en la lujosa casa de Osvaldo, que está a punto de irse pitando al aeropuerto cuando llega Jerónimo y le pide cinco minutos de su tiempo. Jerónimo es un adepto practicante de la “técnica Colombo”, que consiste, como recordarán, en hacer ver que te vas y, desde la puerta, musitar “a propósito, hay algo que se me olvidaba”. (La gabardina que lleva también ayuda). Cuando esto se repite unas seis veces comienza a adelgazarse la verosimilitud de la premisa. Se supone que Osvaldo conoce de sobra la pesadez de su empleado. ¿Por qué no le echa y santas pascuas? ¿Se siente culpable, quiere arreglar la situación? No parece. No le echa porque si lo hace se acaba la obra. So pena, claro, de acercar peligrosamente la trama a una versión highbrow de La cena de los idiotas. Al final hay un intento de mano tendida que no pormenorizo y que, a mi modo de ver, culmina esa tendencia hacia lo increíble, también llamada “estrategia de guión”.

La mecedora está estupendamente dirigida y muy bien interpretada, pero (digo con un pie en la puerta, a la manera de Colombo) hay algo que no me acaba de convencer. El trabajo de Helio Pedregal es vigoroso y sugestivo, aunque tuve la rara impresión de estar viendo a un clon de Flotats, como si Flotats le hubiera modelado a su imagen y semejanza. Los mismos gestos, las cadencias de la voz, los tics… Más sanguíneo, eso sí. No digo que sea ilegítimo hacerlo, Dios me libre: señalo que me provocó una considerable extrañeza. Sugeriría que eso es despojar a Pedregal de su esencia, de su forma única e inconfundible de interpretar un papel, pero él sabrá. Como espectador, creo que va contra la comedia: no veo al personaje, veo a un actor que hace una impresionante imitación de Flotats. Para ser justos, diría también que me quedo solo en mi apreciación. La gente, a la salida, parecía encantada: “Era como si estuviéramos viendo al mismísimo Flotats” fue la frase que más escuché. Ahí se me abre otro interrogante. ¿Por qué no ha interpretado Flotats a Jerónimo, un personaje que le iba al pelo y hubiera dado un cartel muy atractivo y una muy buena taquilla? Lo ignoro. Quizás porque aunque Flotats no esté es “como si estaría”, que dicen en Navarra.

2 También he visto dos notables funciones en el Lliure. La primera, un nuevo montaje de Hedda Gabler (Gràcia), dirigido por David Selvas, que el pasado año nos regaló una Gaviota de envergadura. La función está resultando un taquillazo y en marzo se verá en La Abadía. Excelente reparto y entregadísimo trabajo de Laia Marull, aunque acerca demasiado a Miss Gabler a la psicopatía desatada: quien se lleva el gato al agua, para mi gusto, es un soberbio Pablo Derqui en el rol de Lovborg. La segunda, en Montjuïc (y también en marzo en el Valle-Inclán, que coproduce), nos devuelve a un Pasqual en plenísima forma: estreno absoluto en España, que yo sepa, de Quitt, más que oportuna adaptación de Los irrazonables se extinguen, un gran texto, muy brechtiano, de Peter Handke sobre los mecanismos y desmesuras del capitalismo. Brecht al cuadrado: el lado didáctico de Santa Juana y el lado alucinado y poético de En la jungla de las ciudades. Superlativo elenco, sin una nota falsa: Eduard Fernández, Jordi Boixaderas, Andreu Benito, Jordi Bosch, Míriam Iscla, Lluís Marco, Marta Marco y Boris Ruiz. Vayan haciéndoles un hueco en sus agendas. Se me olvidaba: otro éxito sorpresa en Barcelona, en el Círculo Maldá. La reconsagración de ese enorme actor que es Pep Tosar con Tots aquets dois (These Foolish Things), donde cuenta y canta la fabulosa historia de Guillem d’Efak, negro, mallorquín, cantante, poeta, guía turístico y hombre libre: un gran personaje real, un gran relato, un one man show de antología. O

La mecedora, de Jean-Claude Brisville. Versión de Mauro Armiño. Dirección de Josep Maria Flotats. Teatro Valle-Inclán. Centro Dramático Nacional. Madrid. Hasta el 19 de febrero. cdn.mcu.es. Hedda Gabler, de Henrik Ibsen. Versión de Marc Rosich. Dirección de David Selvas. Teatre Lliure. Gràcia. Barcelona. Hasta el 19 de febrero. www.teatrelliure.com. Teatro de La Abadía. Madrid. Del 22 de marzo al 8 de abril. www.teatroabadia.com. Quitt. Els irresponsables són en vies d’extinció, de Peter Handke. Versión de Feliu Formosa. Dirección de Lluís Pasqual. Teatre Lliure. Montjuïc. Sala Fabià Puigserver. Barcelona. Hasta el 26 de febrero. Teatro Valle-Inclán. Madrid. Del 7 de marzo al 1 de abril.

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