Un té con Conchita Bardem
He hecho muchas entrevistas que nunca he publicado. He hablado con mucha gente por pura curiosidad, para saber lo que pensaban de esto o aquello, o para que me contaran historias que habían vivido. Una tarde fui a ver a Conchita Bardem cuando supe que había sido damita joven en aquella desastrosa gira americana que acabó con las finanzas y la salud de Jardiel. Conchita era prima de Juan Antonio y de Pilar Bardem; su padre era hermano, pues, de don Rafael Bardem. Me citó en una granja de la Rambla de Cataluña. Rondaba los noventa pero aún tenía muy buena cabeza. Pidió un té con limón; yo tomé lo mismo. Le dije que solo quería charlar, pero le pedí permiso para grabar la conversación. Accedió. Parecía ligeramente sorprendida de que alguien se interesase por su carrera: hacía diez o doce años de su último trabajo, Arsénico por compasión, en el Lliure, donde estaba deliciosa como una de las dos abuelitas envenenadoras (la otra era Carme Fortuny).
Me contó que aquella gira con la compañía de Jardiel, en 1944, había sido una de las cosas más disparatadas y terribles de su vida. Eran veinticinco personas, dos perros y un pájaro; llevaban ocho comedias aprendidas y tenían que pasar seis meses en Sudamérica. Jardiel viajaba con su compañera de entonces, Carmen Labajos, y había metido en la compañía a su nueva amante, una chica de Barcelona que ni siquiera era actriz. Estaba tan loco de celos, contaba, que encerró a aquella chica en un apartamento y le compraba muñecas para que las vistiera, pero ella logró escapar y le dejó por un boxeador. Todo lo que podía salir mal salió mal. Murió el padre de Jardiel en España y se enteró cuando le dieron el pésame por telegrama, como si ya lo supiera, y los antifranquistas uruguayos armaron tal alboroto cada noche en el teatro Artigas que hubo que suspender la temporada, pero Jardiel pagó a los actores hasta la última peseta, de su bolsillo.
Yo la escuchaba y a ratos me recordaba a una dama inglesa, a ratos a mi abuela, y a ratos, mirando aquellos ojos azulísimos y todavía sin nieblas, a la hermosa muchacha que debió haber sido.
Yo la escuchaba y a ratos me recordaba a una dama inglesa, a ratos a mi abuela, y a ratos, mirando aquellos ojos azulísimos y todavía sin nieblas, a la hermosa muchacha que debió haber sido. Volvió a España, trabajó con Tina Gascó y con los Cuatro Ases (“que eran, porque de eso ya no se acuerda nadie, Carmen Carbonell, Antonio Vico, Concha Catalá y Manolo González”) y con Rambal, y un día, a mediados de los cincuenta, perdió la cabeza. Yo levanté la mía. Estaba haciendo George & Margareten el Pequeño Windsor, con Marsillach y Amparo Soler Leal, y a mitad de la función se sintió como si estuviera en una sala de estar con gente desconocida: una realidad absoluta pero incomprensible. Cuando salió a la calle le sucedió justo al revés: caminaba por una ciudad que le parecía una pesadilla de calles vacías, y las casas eran como decorados. No podía mirar aquellas casas blandas sin marearse, no podía subir a un escenario. ¿Y a qué cree usted que se debió aquello?, le pregunté. Quedó unos instantes en silencio, removiendo el té. Yo creo que se me desbordó toda la guerra, dijo. ¿Y luego? Luego aquello empezó a durar, así que dejé el teatro, y me fui a Suiza, a casa de una amiga, y durante siete años me gané la vida cosiendo. Contó esta historia en el mismo tono de voz con que me había contado todo lo anterior, como un personaje de Mercè Rodoreda. ¿Y luego? Luego volvió a España y al teatro. Cuando le pregunté por qué, me miró con aquellos ojos tan azules como un cielo de antes de la guerra y se encogió de hombros.
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