Los himnos de esta generación
La épica y la esperanzadora fuerza de Arcade Fire hacen felices a 50.000 personas en el cierre de la 17ª edición del FIB, que iguala su record de asistencia
Si pones al grupo que más y mejores himnos generacionales ha compuesto en los últimos años ante 50.000 personas, pasa lo que pasa. Y lo que sucedió anoche en la clausura del FIB es que Arcade Fire, que cerraba su tour en Benicàssim, logró una comunión absoluta con un público falto de motivos para la épica que destilan sus canciones, pero igual de necesitado de celebrarla que los que los tuvieron. Algo así como disfrutar de la oportunidad de festejar a grito pelado el ascenso de tu equipo de futbol, aunque nunca vaya a subir jamás a primera. O, digamos, celebrar con los amigos un ascenso en el trabajo que nunca llegará, porque ese tipo de cosas ya no se estilan en las empresas. Pero, ¡qué demonios!, se celebra igual y punto. En fin, como decía aquel, una oportunidad para ser héroes por un día.
Pues bien, el cierre del festival estuvo a la altura del gran show en que se ha convertido el FIB. "Es nuestro último concierto del tour, así que si vosotros lo dais todo, nosotros también", gritó nada más empezar el líder de esa extraña familia musical de ocho inquietantes y brillantes miembros. Y todos, público y banda, cumplieron su parte del trato. La cosa iba en serio, porque enseguida echaron mano de No cars go, una oda a un feliz viaje a ninguna parte a salvo de intrusos. En ese momento, Tim Butler, hermano del vocalista y percusionista del grupo, ya había enloquecido completamente (no es descartable que tenga un susto un día de estos) y saltaba de un lado a otro golpeando timbales. Estaba fuera de sí.
El montaje de anoche cerraba la gira de presentación de The suburbs su último disco. Y Benicàssim tiene un cierto aire a esos barrios de adosados de los que hablan en las letras del álbum. Esa periferia con aire irrelevante pero punto central de donde suceden realmente las cosas. Así que sonó la canción que le da título y la enorme marquesina triangular del escenario, rodeada de coloridas guirnaldas, se convirtió en una especie de cartelera antigua de cine que enmarcaba algunas secuencias del corto que Spike Jonze grabó para la banda y que presentaron en Berlín. Sonaba perfecta. Ni un solo fallo. Win Buttler, el vocalista, se sentó al piano y el resto de músicos le siguieron con una fuerza como si aquella fuera la primera vez que descubrían esa melodía perfecta. Tan redonda como absolutamente todas las que componen. Esa es un poco la gracia de Arcade Fire.
Y la magnitud que ha cobrado esta banda, el grado de identificación y la nula contestación que han recibido, la han situado en la cumbre de la música popular actual. Hasta Obama les debe parte del éxito de su coreografía de apoyos en campaña. Ni ellos mismos deben dar crédito a ese ascenso vivido desde que en 2004 parieron Funeral, su primer álbum. "Nunca pensamos que esto llegaría a ser tan grande. Ni siquiera que seríamos capaces de vivir de la música. Pero no siento presión, no me importa", explicaba Tim Kingsbury, guitarra y bajo de la banda, poco antes de salir a actuar.
Terminaron el concierto poniendo del revés el FIB con Neighbourhood 3. Pero claro, darlo todo, como habían prometido al principio, implicaba bises. Así que para himno generacional, Wake up. Toma ya. Nada mejor que esa canción y 50.000 personas coreando un estribillo sin letra para entender la comunión de esta banda con los sin causa. Y cuando acabaron, algunos componentes de la banda, que sobre el escenario a veces parecen un cruce de marciano con miembros de alguna secta new wave, bajaron a la primera fila del escenario para despedirse de todas aquellas manos que intentaban asir lo intangible. Y ahí, con el viento soplando a favor (literal), Arcade Fire finiquitó el FIB de 2011, quizá la cima comercial más alta de toda su historia.
Récord de asistencia
Porque según la organización, este año han pasado 200. 000 personas por el festival. El 55% extranjeras, sostiene el evento. Quizá es porque se mueven mucho, pero parecen muchas más. El reclamo de los grandes cabezas de cartel y, quién sabe, quizá las ganas de olvidar las penurias que pasa Europa, han atraído en masa un certamen que el año pasado recibió a 18.000 personas menos por día.
Ha faltado un poco más de esmero por la música electrónica. Han sobrado algunos elementos de parque temático y cierta explosión hormonal. Y aunque la segunda línea del cartel -grupos de menor magnitud comercial, pero de gran calidad que siempre nutrieron el cuerpo del festival- este año ha sido un poco pobre y deslavazada, las grandes figuras han funcionado perfectamente. Cumplieron los Strokes en su vuelta a los escenarios; deslumbró la fuerza de Primal Scream y se consolidaron los Arctic Monkeys.
Pero ayer estuvieron en el FIB unos tipos con hitos inalcanzables para el resto. Portishead ofreció un soberbio concierto que sirvió de excelente previa a la desbordante épica de Arcade Fire. Y llegó en el momento justo. Porque alejado de toda la parafernalia de verbena de algunos días anteriores, todo aquello fue de repente exclusivamente de música. Sonaron los clásicos de Dummy y Portishead (su segundo disco). Barrow hizo de todo y bien. Guitarra, percusión y scratch. Llegó a sentarse con la guitarra junto a Gibbons como si estuvieran en el saloncito de casa. Y las enormes pantallas, en un hiperexpresivo blanco y negro, mostraban crudos detalles de la actuación mezclados con imágenes de almacenes vacíos y distorsiones visuales. No se vio antes una retransmisión así estos días.
Give me a reason to love you devolvió de golpe a toda aquella gente a los noventa. Un retrato sonoro de la tristeza infinita de Gibbons, que parecía que iba a derrumbarse de dolor de un momento a otro. Pero de repente, la tiniebla y el martilleo áspero de algunos temas de Third descubrían el genio de Barrow (que, por cierto, justo al acabar el concierto se marchó a otro escenario a ver a Anika, su último artefacto musical) para descifrar los vericuetos de la música contemporánea. A veces su música suena como si fuera la de uno de los brillantes jovenzuelos que producen dubstep a orillas del Avon, donde él y el resto crecieron. Y el público fue paciente, eso fue casi lo mejor, y aceptó el viaje que proponían subidos a ese sonido brumoso que un día algunos llamaron trip-hop.
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