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El miedo según Chris Cunningham

El videoartista desplegó en el Sónar un imaginario abisal que sólo adoleció de continuidad narrativa

Ricard Robles comentaba el programa del festival pocos días antes de su inicio. Llegado a Chris Cunningham decía que "el espectáculo que ofrece provoca muchas experiencias diferentes aunque se puede decir que sencillamente da miedo". Podía tomarse como un comentario promocional, pero los sonidos misteriosos y oscuros que Ángel Molina destinaba al final de su sesión, justo antes de que Cunningham iniciase su actuación, predisponían a sentir un cosquilleo estomacal nada tranquilizador. La experiencia vivida con Cyclo la víspera alentaba el pánico. La noche bien podía comenzar de nuevo entre sobresaltos.

Se apagaron las luces del hangar. Suena un patrón rítmico pelado y tres pantallas suspendidas sobre el escenario comienzan a mostrar imágenes inquietantes: artilugios mecánicos que percutían en una especie de tambor, una espita soltando gas y usando su sonido como parte del guión musical, una cámara en plano subjetivo deambulando por las partes oscuras del escenario, tropezando con cables y oquedades....Miedo, lo que se dice miedo no se siente. Inquietud, ¿antesala del miedo?, sí. El público se mira y con el resto de los ánimos busca en el escenario al videoartista que convirtió a Aphex Twin en protagonista de videos inolvidables por enfermizos. Está allí, agachado, la cara tapada por el pelo rubio y trasteando con sus manos invisibles en sus dispositivos. La sesión avanza.

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El primer e inolvidable clímax llega con la imagen de una niña que tumbada en la cama recibe impulsos emitidos por la energía luminosa de una bombilla. De resultas de los mismos su cuerpo se hunde en hoyitos que aparecen y desaparecen, los párpados se le abren mostrando un ojo que parece en fase REM, el tórax se le mueve hoyado por invisible púas, el ritmo del tema, veloz y percutido, marca la pauta y todo lo que suena tiene un reflejo visual. El nivel de detalle y precisión es absoluto: si suena un teclado vaporoso titila una lámpara, el percutir de un beat abre la boca de la niña en una mueca horrorosa que muestra parte de la dentadura, o crispa su mano o abre los dedos de sus pies o hunde sus espaldas...... Más tarde la cámara parece entrar en sus vísceras, se abre, o parece hacerlo, un esternón.....¿Miedo?, no, qué va, angustia. Una belleza malsana se apodera del hangar.

La búsqueda de esa belleza alienta el montaje. Una pareja humana que comienza abrazándose concluye golpeándose al compás de una caja de ritmos disparada a velocidad drum&bass en una secuencia enloquecedora, Grace Jones protagoniza un clip brumoso de resabio sonoro étnico, Gill Scott Heron canta en otro y siempre todo es oscuro, fantasmal, doliente. El mundo es raro, parece decir Cunningham, sólo hace falta que lo miremos de frente para así percibirlo. Celine escribía que cuando baja la marea se percibe el hedor de la vida troceada por los cangrejos de la bajamar.

Eso es lo que pretende Cunningham con su espectáculo, al que sin embargo le falta continuidad. Estructurado como una sucesión de canciones o, tratándose de él,, de clips -en realidad se trataba más bien de un catálogo de trabajos del videoartista-, no existe progresión narrativa y la sensación de redundancia se hace inevitable, alargando el tiempo.

Todos los clips, todas las historias tienen parecida estructura, de forma que abundan los interludios que preparan al espectador para asomarse al abismo. La falta de un hilo que articule el discurso limita su alcance, y la incomprensible negativa de Chris a dar señal a todas las pantallas del recinto -Enric Palau aclaró tras el show que Chris se había negado pretextando que la definición de sus tres pantallas era superior a las que estaban dispuestas por la organización en el hangar- restó impacto al montaje demostrando que incluso un artista del nivel de Cunningham va por el mundo mirándose la punta de los zapatos, cosa que le impidió conjugar todos los elementos que le brindaba un entorno como aquel.

En cualquier modo la experiencia resultó enriquecedora en grado sumo. Hay espectáculos que han de ser vistos más allá de si gustan o no, hay propuestas sobre las que el público merece tener un punto de vista, hay montajes que alimentan la formación de un criterio, hay estrenos por los que vale la pena acercarse a un festival, que al fin y al cabo son entornos pensados para tal efecto. Chris Cunningham se mostró en el Sónar y pese todas las pegas que se le puedan encontrar al montaje, que no son muchas, su despliegue de imaginación impresionó. Quien busque la felicidad formulada por Coca Cola o Disney que no aparezca por el Sónar. Aquí se estimulan otras miradas

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