David y Goliat se van de festival
La cita de Coachella marca un nuevo camino, entre lo alternativo y lo comercial
Como cualquier macrofestival, Coachella no es lugar para sutilezas. El colocón generalizado y el buenrollismo de postal vacacional son igual de habituales aquí que en el FIB o el húngaro Sziget. La electrónica populista supera en éxito a las propuestas más inquietas, que se ven relegadas a escondidos pabellones menores. Los descomunales escenarios principales están casi reservados para el rock de estadio y artistas consagrados, cuyos éxitos resultan perfectos como hilo musical de fondo para los innumerables asistentes abonados sin complejos el despiste.
Pero hay algo extrañamente sofisticado en esta millonaria superproducción que llama la atención de los europeos más bregados. "Es, junto a Glastonbury, el mejor festival del mundo", opina el responsable del sello independiente Pias, Gerado Cartón, que desde hace algunos lustros se recorre el planeta acudiendo anualmente a unas 10 citas similares. "Coachella combina la elegancia de su público con el arte que se exhibe en el recinto de un modo natural. Como si de un paisaje de ciencia ficción se tratase, el Planeta Verde formado por estos cuatro campos de polo se ha convertido en un oasis de paz y amor dentro de los festivales internacionales.Hippy sin serlo, trendy sin pretensiones y arty por vocación, Coachealla no hay más que uno. Sigamos cuidándolo", añade.
Se vio un despliegue olímpico de vatios, insectos gigantes y pagodas 'space age'
Porque Coachella es un espectáculo mires donde mires. Kilómetros de césped reluciente en un paraje desértico sobrecogedor, un despliegue olímpico de watios (que se apaga hacia la 1.30, cuando el festival cierra el chiringo), impresionantes instalaciones artísticas con insectos gigantes, pagodas space age o columpios con efectos de sonido, civilizadísimas colas de coches de más de una hora para salir y entrar el recinto, lásers y proyecciones apabullantes, coquetas zonas de fumadores pensadas para la galería (aquí se fuma en todos lados), varitas luminosas a granel, chicas en bikini dentro de ruedas de hámster, torsos esculpidos y pechos turgentes estilo California, mucha falda cinturón y, en comunión con el vulgo, decenas de celebrities en bermuda y chancla, demostrando lo relajadas que son todas en el fondo.
Allí estaba Paul McCartney comiendo una hamburguesa que sólo la buen fe identificaría como vegetariana; una lechosa Dita Von Teese, sin corsé, con vestido camisero oversize y a bofetadas con el sol; la actriz de serie Z Tara Reid con botas UGG de forro polar interior (y 35 grados a la sombra), y entre el barullo de la atestada zona VIP, Rihanna, Usher, Danny DeVito, David Hasselhoff, Lindsay Lohan, Vanessa Hudgens o Paz Vega en versión decontracté tratando de pasar desapercibidos. Aquí no hay famosos de primera o de segunda, y todos campan a sus anchas sin demasiados moscones. El sueño de cualquier paparazzo.
Ni David, ni Goliat. Las dos primeras jornadas de Coachella certificaron que a los macroespectáculos también le sientan bien las tallas medianas. Propuestas mastodónticas como Chemical Brothers o Ms. Lauryn Hill se vivieron con relativa indiferencia, y la inquietud por abrazar la última banda ignota recién salida de Pitchfork no resulta aquí particularmente evidente. Al menos, no tanto como en South by Southwest, en Austin (Texas), o el barcelonés Primavera Sound, propuestas acaso más especializadas o elitistas.
El cartel contaba con el colectivo de Los Angeles Odd Future, bajo las siglas OFWHKTA (precisamente una de las esperadísimas citas obligadas en la próxima edición del festival barcelonés), como uno de los contados grandes alicientes para públicos ultraselectivos. En pocos meses de actividad desenfrenada se han convertido en el gran exponente del hip-hop de la costa oeste. Repetidos problemas de sonido provocaron un retraso de 20 minutos durante los cuales la carpa que abarrotaron a media tarde se convirtió en un jocoso hervidero. Al grito de "Wolf! Gang!", un público de aplastante mayoría blanca (y con posibles para pagar los más de 300 dólares que cuesta la entrada más barata) multiplicó el entusiasmo cuando Tyler, the Creator y Goblin saltaron al escenario. Pero la catarsis se diluyó a los diez minutos y, de modo perfectamente ilustrativo del gusto por lo lúdico que impera en el festival, la audiencia, desconcertada a medida que los ritmos iban retorciéndose y acelerándose, empezó poco a poco a desfilar en dirección a los acaso más accesibles The Drums o Cee Lo Green.
Este último protagonizó la polémica de la primera jornada en el escenario principal. Llegó con retraso y la organización, implacable con la puntualidad, le devolvió el desplante cortando su sonido antes de cumplirse la media hora de concierto. El descomunal cabreo del cantante ha sido, junto a las botas de Tara Reid, el chascarrillo estrella en el backstage.
A juzgar por lo sucedido en Coachella la tendencia vira hacia un difícil punto intermedio, ese limbo de equilibrio entre el la independencia militante y la popularidad global. Artistas que mantienen un punto de cercanía y humanidad, pero que no obligan a los 90.000 asistentes a tener un conocimiento enciclopédico de lo que sucede en las redes sociales. Ayudados por la relativa intimidad y el fabuloso -en todo momento- sonido de la carpas Gobi y Mojave, que forman el verdadero corazón del festival, propuestas consolidadas y solventes pero de alcance limitado como Robyn, Sleigh Bells, Glasser o The Pains of Being Pure at Heart triunfaron ante un público propio.
Capítulo aparte merecen los franceses Yelle, que pusieron del revés su carpa a media tarde y, sobre todo, los australianos Cut Copy, que alcanzaron el momento de comunión total más emocionante del festival. A la espera, claro, del cierre de hoy con Kanye West. Se espera overbooking de famosos superrelajados.
Babelia
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