Steven Soderbergh se harta
El director asegura que dejará el cien en cuanto termine sus últimas dos películas
En una soleada mañana veneciana, con una taza de café en la mano y el Wall Street Journal cuidadosamente doblado sobre la mesa, Steven Soderbergh (1963, Atlanta) meditaba sobre el futuro del cine (el independiente y el de estudio) como si el asunto ya no fuera con él: "las nuevas tecnologías y el uso del HD en formato doméstico abrirá muchas puertas a jóvenes directores que ahora serán capaces de trabajar con recursos mínimos y de operar al margen de los grandes intereses de Hollywood. Creo que, en general, son buenas noticias".
La conversación con este mismo periódico tenía lugar en 2009 en el legendario hotel Cipriani, a cuenta de la presentación de ¡El soplón! en la Mostra. Nada en sus palabras indicaba que el cineasta planeara plantarse pero se le notaba bastante lejos de aquel joven cinéfilo que en 1989 se paseaba emocionado por el festival de Cannes con Sexo, mentiras y cintas de video bajo el brazo (literalmente), entregado a su película como el que acaba de conocer al amor de su vida.
Allí conoció a los hermanos Weinstein, ayudó a convertir Miramax en un símbolo del cine independiente (y una máquina de hacer dinero) y empezó una meteórica carrera en la que supo combinar proyectos con un poso de chifladura y grandes superproducciones de alma taquillera. Así, si por un lado explotaba su rostro autoral con El rey de la colina, Schizopolis o Solaris por el otro le hacía ojitos a Hollywood con la trilogía de Ocean's Eleven, Erin Brokovich o Traffic. Con los beneficios de las unas hacía realidad las otras, viviendo su propia vida de rebelde con cámara pero sin olvidarse de hacer felices a los mandamases.
La cosa es que ayer el anuncio de su retirada sobresaltaba a propios y extraños, ya que aunque Matt Damon declaraba hace unos meses que su amigote y compañero de fiestas planeaba dejarlo todo y dedicarse a otros menesteres, este tipo de comentarios son la comidilla habitual del día a día en el mundillo del cine estadounidense y normalmente responden a una resaca, un mal día o la promesa de un poco de publicidad gratuita, bajo aquel inquebrantable precepto de "que hablen de uno aunque sea mal".
Sin embargo, las palabras de Soderbergh a la página web Studio 360 tenían un poso de amargura que poco tiene que ver con las boutade a las que nos tienen acostumbrados al otro lado del Atlántico: "cuando llegas al punto en el que piensas que si tienes que volver a subirte a la furgoneta para localizar exteriores te pegarás un tiro, es el momento de dejar subirse en la furgoneta a otros a los que de verdad les haga ilusión". Nada de mensajes contradictorios o lecciones sobre el inexorable mal que asola al cine moderno, simplemente la verdad. La verdad de un tipo cansado de jugar a lo mismo una y otra vez, como un técnico enredado en los cables de la máquina que supuestamente debería hacerle la vida más fácil. Los que vieron el documental que acompañaba a la edición especial de Ché, editada por Criterion en Estados Unidos, ya pudieron advertir en el discurso del director que la ilusión por su trabajo se había desmoronado, cansado de las inquinas del negocio y de sus infinitas dobleces, incomprensibles ya hasta para él, con treinta películas a sus espaldas.
El realizador une así su nombre al de otros directores con denominación de origen que un día decidieron que ya tenían suficiente. Arthur Penn, por ejemplo, un profesional con títulos como La noche se mueve, Bonnie y Clyde o La jauría humana a sus espaldas, que de la noche a la mañana dejo de mirar el mundo a través de la cámara para pasarse al teatro, primo hermano y enemigo íntimo del cine, con el que podía hablar sin acabar a sopapos. Después entro y salió del séptimo arte sin hacer mucho ruido dejando lustros de distancia entre película y película. Penn nunca necesitó ningún medio de comunicación para decir adiós, al igual que Terrence Malick, otro mito con modos de huraño que se retiró durante dos décadas (las que separaron Días del cielo de La delgada línea roja) simplemente porque no lo tenía claro.
El caso más clásico de retiro (esta vez forzoso) que conoció Hollywood en el s.XX se llamaba Billy Wilder. El autor de El apartamento, Irma la Dulce, Testigo de cargo, Uno, dos, tres, Perdición, El crepúsculo de los dioses o Con faldas y a lo loco dejó de trabajar en los años '80 cansado de tener que explicar quién era y qué hacia a chavales con corbata que ni siquiera existían cuando él era ya considerado un maestro del séptimo arte. Desde entonces un buen montón de veteranos han dejado de dirigir, incluyendo a David Lynch que a pesar de que advirtió de que no pensaba volver a tocar una cámara convencional de cine ya que el formato digital le parecía mucho más interesante ha acabado -finalmente- por no hacer ni una cosa ni otra y ya suma cinco años sin largo.
Que Hollywood es una trituradora ya había quedado claro, pero pocos sospechaban que hasta un hombre con la cintura de Soderbergh, acostumbrado al regate en largo y en corto y bregado en mil batallas, acabaría tirando la toalla. De momento el de Atlanta contempla terminar The man from U.N.C.L.E. (adaptación de la serie televisiva), Contagion y Liberace y última los detalles del que será su próximo estreno, Haywire, sobre un súper-soldado traicionado que decide tomarse la justicia por su mano.
De momento el cinéfilo puede consolarse sabiendo que Clint Eastwood ha declarado que nunca dejará de hacer películas o en que Terrence Malick ha vuelto a lo grande (su próximo filme, The tree of life, se proyectará en el festival de Cannes si todo va como está previsto) y hasta con la idea de que si lo desea puede conseguir que el lamentable director alemán Uwe Boll, cuya última idea de bombero fue denunciar a la Berlinale por no permitirle competir en el festival con su último engendro, Auschwitz, deje de hacer cine para siempre. Se necesitan un millón de firmas, y de momento se han conseguido más de 360.000. Quien no se consuela es porque no quiere.
Babelia
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