Hollywood, tierra de ladrones
El cine de robos, uno de los (sub)géneros más transitados por los cineastas del otro lado del Atlántico
"La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida" rezaba la canción. Le va que ni pintada a Ben Affleck, que ha pasado de actor florero a director de narices en lo que uno tarda en decir "Ben". Si con su primera película, Adiós pequeña, adiós, salía indemne del berenjenal que suponía adaptar una novela de Dennis Lehane, con su segundo filme como director, The town, Affleck se lanza al abismo de los robos de gran tonelaje con la pericia de un profesional de la mala vida.
Mirando de reojo a Heat, la obra maestra de Michael Mann, el de Boston vuelve a demostrar que es más listo que el hambre y que ha visto mucho cine, sin palomitas, sin efectos especiales y sin tres dimensiones. A continuación repasamos el cine de robos, en una selección absolutamente subjetiva de uno de los (sub)géneros más transitados por los cineastas del otro lado del Atlántico. Nos dejamos en el tintero películas del tamaño de I soliti ignoti, Bonnie & Clide o Dos hombres y un destino pero es que hay películas que no caben ni en la red.
Un año antes de que Stanley Kubrick se subiera a la catapulta y se lanzara al Olimpo de Hollywood (detalles un poco más abajo) un tipo francés llamado Jules Dassin firmaba Rififi (1955) una de las mejores películas de robos de todos los tiempos. El protagonista era un hombre llamado Tony Stephanois (interpretado por Jean Servais) que salía de la cárcel sólo para encontrarse a su novia liada con otro. Al pobre Stephanois le subía la bilirrubina y pergeñaba -meticulosamente- un robo magistral, aunque fuera para desahogarse. El resultado de sus esfuerzos es una escena de 28 minutos de duración, sin diálogos, ni música, donde el ladrón ejecuta un plan perfecto para abrir una caja fuerte. Tan perfecto -e hiperrealista- era el asunto que la película fue prohibida en varios países ya que algunos profesionales del gremio habían empezado a copiar la técnica del ladrón de pantalla grande. Imprescindible.
Atraco perfecto (1956) protagonizada por ese gigantesco actor llamado Sterling Hayden y modelado por el magnífico guión -a cuatro manos- del escritor Jim Thompson (sí, Jim Thompson) y el director, un tal Stanley Kubrick. El filme cuenta la historia de un hipódromo que aspira a ser atracado a lo grande. Si con el menú de lujo anteriormente mencionado (Thompson, Hayden, Kubrick) no hubiera suficiente un señor llamado Lucien Ballard se sumó al grupo para obsequiar al público con una gloriosa fotografía (en glorioso blanco y negro) de textura y volumen deliciosamente clásicos. Una maldita maravilla y probablemente una de las mejores películas de un director legendario.
No menos imprescindible es Tarde de perros (1975), la madre de todas las películas de atracos donde los planes acaban saliendo como esa zona que se esconde debajo de la espalda. El protagonista (aunque no haría falta decirlo) es un Al Pacino en estado de gracia metido en una situación donde lo único que queda es esperar que le peguen un tiro o, con mucha suerte, acabar en una celda de dos por tres por el resto de su vida. El director de la película, un artesano llamado Sidney J. Lumet, se manifiesta en este filme como un auténtico catedrático del stress, obligando a sus protagonistas a sufrir las galopadas del mal rollo una vez sí y otra también. Sólo por ver al gigantesco Al Pacino vale la pena tragarse este chute de pesimismo en vena. Y es que el mal acaba pasando factura... en la ficción.
El padre (y la madre) de Heat, el gran clásico de robos del que hablamos en una líneas, se llama Ladrón (1981). En la misma un descomunal James Caan sale de la trena dispuesto a reciclarse en busca de eso tan huidizo llamado redención. Lamentablemente otros tienen distintos planes para él y el pobre se ve envuelto en una trama de tintes borrosos que tiene pinta de acabar como el rosario de la aurora. Su director, el gigantesco Michael Mann, adelantaba en esta película algunos de los signos vitales de su cine posterior, desde lo rocoso de sus personajes a sus insólitos códigos morales, henchidos por una impepinable lógica (interna) pasando por una cámara fría como un congelador y afilada como un bisturí. Mann es una bestia, simplemente.
Heat (1995) es ya un clásico. No sólo por sus descomunales protagonistas (Al Pacino y Robert de Niro), o sus maravillosos secundarios (Jon Voight, Danny Trejo o Val Kilmer, entre muchos otros) sino por su vocación de epopeya, sus ganas de comerse el mundo, su ambición desmesurada de convertirse en un fresco sobre esa indiscutible verdad que nos abofetea por las noches: "nacemos solos y morimos solos". La soledad de los personajes de Michael Mann es tan brutal que no es extraño que viendo Heat uno se sienta azotado por una salvaje vena romántica en la que desea -con locura- que el malo se vaya con la princesa y que vivan felices para siempre. Además, la pericia técnica del director permite al espectador deleitarse con dos escenas grabadas ya a fuego en la memoria del cinéfilo: el encuentro entre Pacino y DeNiro y su conversación sobre la vida, así, en mayúsculas, y el atraco...ese atraco y el tiroteo posterior son historia del cine. Como decía Bernd Schuster en su época de entrenador del Madrid: "y no hace falta decir nada más".
Otra película que pasó desapercibida en nuestro país es Dead presidents (1995), una demostración del talento primerizo de los hermanos Hugues (recientes hacedores de El libro de Eli, que ya no es tan talentosa, ni tan primeriza) que fotografía, de frente y de perfil, a un veterano de Vietnam sin oficio ni beneficio que decide entregarse al crimen por razones exclusivamente alimenticias, esperando que éste le trate mejor que la guerra. Desafortunadamente el crimen tiene los brazos cortos y la lengua larga y el ex -soldado no acaba de encontrarle el tranquillo a semejante personaje. Su banda de tipos de cara pintada y gatillo fácil acabará -obviamente- en el pantano. La jungla de asfalto no es Vietnam, pero se le parece mucho.
A David Mamet le va la marcha. Pocos guionistas gozan tanto de la fauna humana como él, empeñado en pasar de la radiografía a la autopsia en un par de diálogos. En El último golpe (2001) ejerce de titiritero de unas marionetas con galones (Gene Hackman, Danny DeVito, Delroy Lindo, Sam Rockwell... ahí es nada) que se mueven por ahí como si se creyeran lo del libre albedrío cuando en realidad están enredados en la misma madeja, sujetos a los tirones de un guión que se escribe sobre la marcha. Hackman es tan inmenso que se lo come todo mientras los demás bailan a su alrededor. Entre línea y línea hasta le da tiempo de cometer el robo del siglo y de reírse en la jeta de sus enemigos. Puro Hackman, puro Mamet.
Steven Soderbergh debe ser el último cineasta de estudio capaz de salirse de él cuando le da la gana y rodar lo que le apetece sin que medien más explicaciones . La razón por la que los grandes jerifaltes se muerden la lengua y no protestan por su actitud errante es porque el hombre les da ese punto de calidad que necesitan y, además, cuando toca, sabe cómo hacer dinero. Un ejemplo claro de esta teoría es la trilogía de Oceans (2001, 2004, 2007) donde George Clooney, Brad Pitt, Matt Damon, Andy Garcia, Julia Roberts y compañía se unen para dar unos cuantos golpes de perfil alto. En realidad lo de robar es lo de menos, lo que realmente importa es lucir palmito, gozar de lo buenorros/as que están todos/as y olvidarse durante dos horas de que fuera hace mucho frío. Nunca robar había sido tan glamouroso.
El representante patrio en esta selección sin ánimo dogmático es El robo más grande jamás contado (2002) una película cañón donde de lo que se trata es de mangar el Guernica (nada más y nada menos). Y es que el ladrón español no tiene porque ser menos elegante y ambicioso que sus primos al otro lado del Atlántico. Eso sí, el prototipo nacional de manilargo sufre una alarmante tendencia al anarquismo más feroz y luego pasa lo que pasa. Personajes desmesurados, planes delirantes y una galería de lugares comunes retorcidos hasta el paroxismo convierten la película del díscolo Daniel Monzón (ya convertido en un referente del cine español de rompe y rasga) en una pequeña gozada que cabe interpretar en clave local: esto es España y aquí robamos a nuestra manera. Punto.
Plan oculto (2006) es una de las mejores películas de Spike Lee, ese hombre eternamente empeñado en abrazarse al mal humor, como si fuera su mejor amigo y no quisiera separarse de él ni a sol ni a sombra. A pesar de ello el robo que dibuja este filme es elegante, ingenioso, divertido y -sorprendentemente- político. Al frente de la cuadrilla de malhechores saca pecho el actor británico Clive Owen, con ese acento en el que hasta los insultos suenan bien. El golpe de los suyos a un banco tiene más recovecos que el laberinto del Minotauro y su motivación no queda clara hasta su magnífico desenlace. Para que Owen no tuviera que sudar el solito la camiseta Lee le adjunta a Jodie Foster y Denzel Washington y entre los tres le hacen un traje a la película. Es lo que tiene juntar un buen guión, un buen director y un buen trío de actores. Dos más dos, cuatro.
Babelia
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