José Ángel Ezcurra, director de 'Triunfo'
La revista fue referente de la cultura y política progresistas en el franquismo
José Ángel Ezcurra, director y fundador de Triunfo, tenía 89 años cuando murió este viernes en Madrid; hace dos años, cuando recibió en su despachito de la plaza del Valle de Suchil, donde estuvo la revista que dirigió desde 1946, a quien fuera su redactor jefe, Víctor Márquez Reviriego, y a este cronista, estaba en pleno uso de su entusiasmo, que fue la característica más notable de su personalidad. Hacía mucho tiempo que había dejado de existir la revista más influyente de la izquierda cultural y política española, que cesó en 1982, poco antes de que los socialistas llegaran al poder. Pero Ezcurra, alicantino de Orihuela, se resistía a dejarla morir del todo. Hasta el último aliento.
Triunfo fue una creación suya, con el apoyo de su padre; empezó a funcionar como revista de cine y otras variedades en 1946; y en 1962, este hombre de raíz y parentescos conservadores decidió ponerla al servicio de una España que entonces se hallaba en lo más oscuro del franquismo. La dictadura la trató a las patadas, como dicen en México, pero Ezcurra se rodeó de resistentes; tuvo a su lado, y con él hizo un tándem raro pero ejemplar, a Eduardo Haro Tecglen, que fue el subdirector en quien recayeron tantos encargos como seudónimos tuvo. Ezcurra aceptó el reto de los tiempos, y la revista fue adquiriendo un volumen de lectores y una significación que la fueron convirtiendo en una referencia ineludible de la cultura y de la política progresista.
Ezcurra tuvo la inteligencia de hacerse antena de aquel progresismo que, como decía uno de sus más prestigiosos colaboradores, Manuel Vázquez Montalbán, vivía mejor contra Franco. Vázquez Montalbán, el ya citado Víctor Márquez, los jóvenes de entonces, Diego Galán y Fernando Lara, César Alonso de los Ríos (que se escindió para formar La Calle, para gran disgusto de Ezcurra, cuando ya Triunfo estaba en sus últimos tiempos), Nicolás Sartorius, Javier Alfaya, José Monleón, Eduardo G. Rico, Joaquín Rábago, Ramón Chao, Luis Carandell, Montserrat Roig, José-Miguel Ullán, Fernando Savater, Santiago Roldán, José Luis García Sánchez, Juan Cueto, Chummy Chúmez, José Luis Abellán, Ian Gibson, Manuel Vicent, Castaño, Cristina y José Ramón Rubio... La nómina de los que firmaron en Triunfo, en los tiempos oscuros del franquismo, y en los tiempos en los que la revista se fue oscureciendo, era un mérito de Triunfo, pero sobre todo era un mérito de Ezcurra. Los aceptaba a todos, a todos los estimuló cuando aún esos nombres eran el inicio de una historia particular o colectiva.
Los que íbamos a la revista lo sabíamos, pero Ezcurra lo decía poco. Él dejaba que los méritos se repartieran; cuando la revista ya constituía un referente y, en cierto modo, una amenaza intelectual y política para el régimen cerrado de Franco, Triunfo parecía un colectivo, cuyas individualidades bien destacadas (Haro, Carandell, Vázquez Montalbán...) descollaban como escritores de primera línea. Pero se sabía que sin la parsimonia elegante, discreta, entonces un poco distante, de Ezcurra, aquel edificio simbólico del antifranquismo se hubiera derrumbado.
Se derrumbó, es cierto. Hubo un instante en que las dentelladas del tiempo, los nuevos medios (entre ellos, este mismo periódico), sustituyeron de manera nítida el mensaje cultural y político que Triunfo venía manteniendo; sucedió lo mismo con Cuadernos para el Diálogo, y pasó igual con el primitivo Cambio 16. Ya no parecía que era tiempo para revistas; hubo varios secuestros de la publicación, en los estertores del franquismo; se produjo, como decía Ezcurra, "una férrea censura que fue culpable de que nuestro pueblo llegara a olvidar su propia historia", y contra ese muro fue contra el que batalló Triunfo, contra la mojigatería primero y luego con la oposición tenaz de Fraga Iribarne, cuya ley de Prensa, dijo Ezcurra, "pregonaba el fin de la censura previa` (...) auténtico fraude político enmascarado con una prosa jurídica formalmente moderada que no le impidió reformar el Código Penal para radicalizar la represión hasta extremos inusitados".
Triunfo era un espíritu, en realidad; cuando ese espíritu ya pudo expresarse libremente, Ezcurra no quiso tirar la toalla; siguió disparando desde la revista, la hizo más cultural, más centrada en el vislumbre de los acontecimientos del futuro; se planteaba, con la complicidad de colaboradores tan lúcidos como Juan Cueto, el fin de la cultura tal como la conocíamos; el último número, que apareció en 1982, cuando ya la revista era mensual, abordaba precisamente el futuro de la cultura. Un futuro que, para su melancolía, se tragaba su publicación quizá antes de que hubiera rendido sus últimos servicios de reflexión y de análisis. Le dio rabia a Ezcurra. Dijo, cuando la revista entró en la hemeroteca digital, aventura que le tenía fascinado: "(...) En aquella confusa e irreflexiva época de balbuciente democracia con profusión de partidos políticos a la caza de poltronas en el Congreso y en el Senado, la revista inició su declive porque buena parte de sus leales olvidaron a Triunfo y sus méritos". Eso le obsesionó, y fue esa obsesión la que marcó su reivindicación de la historia de Triunfo. El entusiasmo con que abordó esa tarea contra el olvido queda sintetizada en esta otra consideración: "(...) La revista sufrió una caída ya imparable que le condujo en 1982 a un final paradójico y desolador: la publicación que más había luchado y padecido en España por la libertad y la democracia, desaparecida a manos de la ley del mercado tres meses antes de que la izquierda de entonces llegara con mayoría absoluta al poder".
Tenía derecho a la melancolía. La combatió creando, desde aquel despacho que le dejaban sus hijos (que siguen en la industria editorial que abrieron su padre y su abuelo) en la plaza del Conde del Valle de Suchil, una asociación de amigos de Triunfo; impulsó reuniones, algunas muy serias, otras bien festivas (invitó a todos los colaboradores antiguos a un cocido, en 2007, preludio, creía él, de un clima que ya no se pudo prolongar; los tiempos son asesinos), y en definitiva cargó con una historia que le hizo feliz, a pesar de la amargura que marcó para él el fin de Triunfo. Era martillo de los olvidadizos, aquellos de nosotros que habláramos de cualquier historia en la que Triunfo debía aparecer como referencia; recordaba a cado rato episodios en los que, en efecto, la revista ayudó a que la nuestra fuera una historia mejor. Y se convirtió, en cierto modo, en el único verdadero redactor restante de Triunfo, que seguía escribiendo en el aire la memoria de la revista que él hizo con la idea de ofrecerla como plataforma para unos enloquecidos jóvenes que creían, con el apoyo y liderazgo de algunos veteranos, que, en efecto, se podía arrancar la playa debajo de los adoquines.
Tenía casi noventa años cuando le vimos Víctor y yo mismo en aquel despachito oscurecido pero luminoso, donde guardaba todos y cada uno de los ejemplares de aquel tiempo que se constituyó alrededor del Triunfo inolvidable de Ezcurra, de Haro, de Carandell, de Vázquez Montalbán..., de todos y cada uno de los que él te señalaba con el dedo como si hubieran formado parte de la misma foto: eran todos ellos antiguos alumnos de una escuela que él dirigió como si no se le oyera.
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