Y Rosa Montero llegó con un ruso
La escritora confiesa los fantasmas y el desgarro que la conducen a escribir
Ni siquiera sabe su nombre. Yuri o Alexei podría llamarse. Tiene bigote y cicatriz, es ruso y está a punto de cruzar una puerta para no volver jamás... Es producto de su imaginación o de su deliro, que diría el escritor Alejandro Gándara. Es una voz que escucha en su interior, como tantas veces, Rosa Montero. Hoy ha sido su turno en el curso 'Lecciones y maestros', organizado por la Fundación Santillana y la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP). Y lo ha aprovechado para hurgar en el dolor que le lleva a escribir, sobre todo para dejar constancia, o para encontrar alivio.
"Con el paso del tiempo, a veces me es difícil diferenciar lo vivido de lo soñado y de lo inventado. Todo pertenece a la misma nebulosa". No sabe uno si eso es bueno o malo tratándose de alguien que domina con igual destreza la narrativa y el periodismo: ¿O vienen a ser lo mismo?
De todas formas, esta mañana se ha abordado a fondo su obra literaria. Primero lo ha hecho José Manuel Fajardo, encargado de desmenuzar su obra, desde 'Crónica del desamor', a 'La loca de la casa', pasando por 'Bella y oscura' o con parada y fonda en 'Temblor', por ejemplo. En ella se descubren variaciones sobre unos mismos temas: "La muerte, la memoria, la mentira en la misma medida que la libertad, la felicidad y la verdad posible", comenta Fajardo.
Y así desde los cinco años. La edad en la que recuerda empezó a escribir: "Siempre me he definido como una escritora orgánica, porque para mí, escribir ha sido como beber, como respirar, algo esencial, estructural y primario y primero en mi memoria", confesaba.
La rodeaban sus amigos. Gran asidero en épocas de escasa luz. La dieron "un masaje de ego", en palabras de Nativel Preciado, tanto ella como Gándara, como Elvira Lindo o Nuria Labari. Antes, se confesó deudora en sus agobios de Carmen Laforet, de Amos Oz y su escritura, "como hija de miles de decisiones sencillas y burdas", del psiquiatra Pierre Brenot, quien sentencia: "Del dolor de perder nace la obra".
O de la vanidad nacida de los desgarros. "Los escritores somos como perros necesitados de caricias. Frágiles, vanidosos y a menudo insufribles". Adictos a sus lectores. "Sin ellos nos volemos locos". Todos aquellos a los que van dirigidas esas "palabras en la oscuridad". Como las que esparció en 1348, en mitad de la peste bubónica, el clérigo John Clyn, quien narró la apocalipsis de muerte, enfermedad y sufrimiento, "para que las cosas memorables no se desvanezcan en el recuerdo de quienes vendrán detrás de nosotros". ¿No es eso la crónica?
O la lucidez que empleó el judío superviviente del Holocausto en la misma Alemania, Víctor Klemperer, o Nietzsche, aunque a éste no logró salvarlo de su propia locura. "Con el tiempo, con el devenir de las cosas, he comenzado a entender cómo funciona esto, este juego crucial de supervivencia que es la literatura. Y creo que empiezo a saber de verdad por qué escribo. ¡Y qué increíble suerte he tenido de poder hacerlo! Es un regalo de las hadas. Seguramente llegó Morgana y se inclinó sobre mi cuna...".
Babelia
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