Yimou copia mal y Bansky seduce
Imagino que es muy complicado mantener la inspiración, el tono de calidad, el estilo poderoso, nuevas cosas que contar en directores que tuvieron unos comienzos fulgurantes. El chino Zhang Yimou, autor de películas memorables como Sorgo rojo,Semilla de crisantemo,La linterna roja y Ni uno menos, lleva mucho tiempo en el dique seco, aunque en los últimos años se haya apuntado al artificio aparatoso de dagas voladoras, batallas coreografiadas con espíritu danzarín y otras efímeras modas. Yimou se ha empeñado en borrar las huellas de aquel director que fue tan singular como poético. En A woman, a gun and a noodle soup, a Zhang Yimou no se le ocurre otra brillante idea que perpetrar un remake de Sangre fácil, la interesante pero también sobrevalorada ópera prima de los hermanos Coen. Traslada ese argumento que se desarrollaba en la América profunda a la China imperial. Un mercader muy rico y casado con una mujer joven, al constatar que su señora está liada con otro tío, contrata a un soldado con fama de asesino eficiente para que se cargue a los adúlteros. Yimou es perrunamente fiel al guión original, pero se permite ejercicios de estilo visual para desarrollar la vieja historia. Hay mucho esteticismo en una imaginería que acaba empalagando. Al igual que los Coen, pretende combinar intriga y humor negro, aunque aquí el resultado es más tedioso que inquietante. Sólo se salva una secuencia francamente graciosa y al margen de la narración en la que los personajes convierten en regocijante ballet la preparación de una especie de pizza. Sólo dura cinco minutos. El resto es vacuidad, intentos inútiles de mezclar con talento el esperpento y el suspense.
Hay actores y actrices de consumado éxito que tienen la capacidad para despertar la fobia irracional de espectadores maniáticos. A mí me ocurre con Jim Carrey. También con Ben Stiller. Este señor tan presuntamente gracioso es el protagonista de Greenberg, dirigida por Noah Baumbach. El arranque, con un interminable plano fijo de una mujer que va conduciendo ya te asegura que estás ante una muestra de cine independiente, de esas apuestas radicales que tanto valoran los festivales y la impostura autosatisfecha. Esa intimidante carta de presentación deriva afortunadamente en una película con cierto ritmo y en la que ocurren cosas, aunque ni ellas ni los personajes que las viven te provoquen algo más que una mueca de hastío. Stiller interpreta a un cuarentón existencialista que acaba de salir de un psiquiátrico y que retorna a la gente y el escenario en el que pasó su juventud. Resulta que en el pasado quiso ser músico pero acabó de carpintero en Nueva York. Ni sus sueños rotos, ni la sadomasoquista relación de este fulano insoportable con una joven fascinada, su antigua novia, su hermano y un amigo redimido de las drogas, tienen el menor enganche para un espectador con paladar. Greenberg pretende ser un retrato penetrante de una generación desencantada, pero tanto los integrados como los apocalípticos resultan insoportables. Y encima tienes que aguantar todo el rato el careto de Stiller haciendo de excéntrico atormentado.
Lo más sabroso en esta grisácea jornada es el documental Exit through the gift shop. Lo dirige el enigmático Banksy, el monarca de los graffiteros, el picasso del aerosol. Cuenta la historia del hombre que le seguía con una cámara de vídeo filmando obsesivamente cada una de las arriesgadas creaciones de este profesional de la transgresión, del encapuchado que utiliza un aerosol para cambiarle la faz a las paredes de las ciudades, de un guerrillero urbano cuya obra ha alcanzado un valor en las subastas en las galerías de arte comparable al de Warhol, Lichtenstein y Haring.
Banksy invierte los papeles y se hace cronista del hombre que ha fotografiado la plasmación de su propia obra. No está muy claro cuánto hay de ficción y cuánto de realidad, pero este espectáculo sobre el arte callejero es tan insólito como apasionante.
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