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Tribuna
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Amor de hija

Al ser la hija única de mi padre -quizá por haber estallado la Guerra Civil menos de dos años después de mi nacimiento-, el cariño paterno hubo de volcarse exclusivamente en mí, creando un lazo afectivo entre los dos que fue clave en el desarrollo de mi personalidad.

La guerra cambió abruptamente la trayectoria de vida de mis padres, ya que a consecuencia de ella finalmente tuvieron que abandonar España; pero, antes de esa partida, mi padre hubo de sufrir la pérdida del suyo y de un hermano muy joven, además de la posición profesional que ya había alcanzado en su país. Él supo afrontar esos tristes acontecimientos con total entereza, sin jamás hacerme sentir a mí ni a mi madre lo duro que sin duda era para él conllevarlos. Creo que esa fuerza interior supo trasmitírmela con su manera de ser y con su ejemplo, y que si he sabido ser feliz, a pesar de los contratiempos con los que a veces me he tropezado, es porque él supo serlo ante las difíciles circunstancias que le tocó vivir.

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La situación económica de la familia en Buenos Aires, donde nos establecimos en 1939, no fue muy brillante por varios años, pero durante ese periodo él siempre se esforzó en darme las cosas que -como cualquier niña- yo deseaba, y en procurarme la educación que más me fuese a valer en el futuro, y sé que tuvo que hacer sacrificios personales para poder conseguirlo.

La actitud de mi padre con respecto a mi educación no era la común en esos tiempos tratándose de una hija, pues puso empeño en que tuviese la preparación necesaria para que llegase a mujer sabiéndome independiente y capacitada para seguir el camino que quisiera. Un paso importante en esa preparación fue el de matricularme en una escuela privada norteamericana de Buenos Aires cuando cumplí los 12 años. En aquel momento yo no podía apreciar lo que debió significar para la familia el coste de mandarme a esa escuela, pero fue allí donde aprendí a hablar el inglés con facilidad, aprendizaje que sería inapreciable para mí en el futuro.

Tres años más tarde dejaríamos Buenos Aires para asentarnos en Puerto Rico, territorio americano desde donde en diferentes tiempos pasamos los tres a Nueva York. Cuando llegué a los 17 años, consecuente con la idea de que pudiese tener independencia económica, mi padre me aconsejó que pensase en dirigir mis estudios hacia una preparación profesional. Considerando cuáles eran mis puntos fuertes, las matemáticas y el dibujo, la decisión se decantó naturalmente hacia la arquitectura, y fui enviada a Nueva York para entrar en la Columbia University.

Una vez terminados mis estudios, mi título de arquitecto me permitió ganarme la vida con holgura en ese campo durante un tiempo, y pude considerar con más madurez cuáles eran mis intereses intelectuales. Al cabo de tres años había llegado a la conclusión de que ese trabajo no me satisfacía, y decidí cambiar de profesión. También entonces mi padre me animó en ese proyecto, y volví a reintegrarme a la misma universidad para seguir estudios avanzados en historia del arte.

No sabía yo entonces que tanto mi habilidad en el dibujo como mi afición al arte, especialmente al de la pintura, me venían de buena fuente, pues sólo muchos años más tarde me enteré de que mi padre había dibujado y pintado en su juventud, y que hasta había pensado en un momento dedicarse a la pintura. Esta revelación se produjo una tarde en mi casa, en la que -mientras yo estaba ocupada en otra cosa- él se entretuvo en dibujar un torito negro, piñata mexicana que me había comprado mucho tiempo antes con ocasión de un viaje a México. Cuando vi ese dibujo en sus manos me quedé literalmente atónita, pues nunca había sospechado que mi padre pudiese hacer con tanta soltura y rapidez un dibujo tan bonito como era aquel, que todavía conservo.

Su apoyo incondicional y su cariño, siempre presentes durante mi niñez y juventud, fueron determinantes en la formación de mi persona, como ser humano y como profesional.

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