'Oro viejo', baile nuevo
Rocío Molina presenta el flamenco más contemporáneo en los Teatros del Canal de Madrid
Para acordarse del pasado, Rocío Molina está haciendo el flamenco más contemporáneo. Lo presentó anoche en Madrid, en el festival de la Comunidad SUMA Flamenca, en su último espectáculo, Oro viejo, con el que la bailaora malagueña de 25 años pretende reflexionar sobre lo rápido que pasa el tiempo. Y lo hizo de una manera exquisita, de técnica depurada, cargada de expresividad, con una escenografía mínima, un ajustado acompañamiento de baile y música y una narrativa dinámica. Demostrando por qué comienza a ser considerada, a pesar de su juventud, uno de los valores más pujantes del baile flamenco.
La obra, estrenada en octubre de 2008 en la Bienal de flamenco de Sevilla, viaja un par de siglos atrás para arrancar, después de un prólogo de Molina sola en el escenario, con una estampa costumbrista que construye con los dos bailaores. Eduardo Guerrero, Moisés Navarro y Rocío Molina bailan un pasodoble entre tres como personajes salidos de un cuadro, componiendo estampas.
Tras el momento torero se irán construyendo escenas en el escenario, sucedidas con agilidad. A veces acompañadas de grabaciones de voces antiguas, otras con la música en directo que van recreando las guitarras de Paco Cruz (que además firma las composiciones) y Rafael Rodríguez, el cante de Rosario Guerrero, la Tremendita, las percusiones de Sergio Martínez y las palmas de Bobote y Eléctrico. Porque Oro viejo es eso, una colección de escenas antiguas, que primero son pícaras y alegres, simpáticas, y que conforme se van sucediendo van subiendo la intensidad del baile, plástico y perfeccionista, flamenco y contemporáneo, cargado de emoción.
La segunda de estas estampas será la de Laura Rozalén, que hace un baile voluptuoso, de gesto, estático, al son de La falsa moneda que suena en la voz de Imperio Argentina. Tras Rozalén, Rocío, que durante toda la obra demuestra el control absoluto que tiene sobre cada parte de su cuerpo, a las que da movimiento y expresividad según lo va pidiendo la escena. Unas manos que se retuercen en el aire cargadas de flamencura, una cadera que golpea el vacío, un taconeo sutil. Molina baila la guajira coqueta, vestida de rosa, cargando la intención en el abanico con el que juega y mueve con soltura.
Después, en la escena de los borrachos, los dos bailaores que se mezclan entre ellos con un flamenco contaminado por la danza contemporánea. Todo con una precisión de movimientos que abruma, en los ágiles braceos, en los intensos y breves zapateados, la misma que gastan en la serie de martinetes que elevan el dramatismo, del que la obra ya no se desprende. Saldrá Molina con bata de cola negra, descalza y arropada por los bailaores, con los que hará una petenera enlazada en una malagueña, moviendo con soltura la bata de cola sin dejar de crear figuras en el aire, ligera y pesada a la vez.
En este particular cuadro ninguno espera el aplauso al acabar una escena, aunque el público lo ofrece gustoso. No hay desplantes, solo baile. Un baile que fluye. Y que culmina con la caña, una caña de contrastes que bailan en dos escenas que dialogan el baile más estático y voluptuoso de Rozalén y la fuerza en una Molina enfundada en unos pantalones de bailaor que descarga con furia sus pies.
La sala principal de los Teatros del Canal no estaba llena, pero el público recibió anoche la propuesta con entusiasmo. Tanto, que le dedicó al cierre de la obra cinco minutos de ovación.
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