Examen de química
Cómo tiene que ser de soporífera una corrida de toros para que una espectadora se ponga a repasar un examen de química. Pues eso. Festejo insufrible e insoportable el de ayer. Toros muy descastados, -algunos, con posibilidades desaprovechadas-, tres jóvenes náufragos escasos de recursos y limitados de temperamento, y un par de adolescentes, una de ellas cargada con un voluminoso cuaderno de apuntes, que acompañaban a sus padres por vez primera a los toros. ¿Qué rondara en el cerebro de una chiquilla para acudir a la plaza con un mazo de apuntes? Y de química, para más señas Mientras la hermana asaeteaba al padre con mil preguntas sobre el festejo, ella se afanaba con el sulfuro de mercurio, el arsénico férrico y el ácido clorhídrico. Sólo abandonó los folios cuando Gallo brindó al público su primer toro y mostró especial cuidado de que la montera cayera boca abajo para espantar supersticiones. Ese detalle, bien explicado por el cabeza de familia, fue el que más interesó a la pareja. Pero, de inmediato, vuelta al ácido nitroso y al sulfuro de boro. Hábrase visto otro misterio más grande.
Dicen que no hay mayor desprecio que no hacer aprecio. Pues sí que lo hay: no hay mayor desprecio que aplicarse con un examen de química mientras unos señores vestidos de luces tratan de ponerse bonitos delante de toros complicados que les ganan la pelea en todos los frentes. Porque la corrida no fue buena, pero los toreros no estuvieron a la altura de las difícultosas circunstancias. Son jóvenes los tres, pero parecen viejos por su actitud un tanto displicente, tristona y desangelada. Están en la edad de aprender y dan la impresión de que se las saben todas. Y no está nada claro que hayan aprendido la lección.
Nuestra aplicada estudiante estaba enfrascada en el ácido sulfúrico y se perdió el único momento de interés de toda la tarde: la actitud valiente y meritoria de Iván Vicente ante su primer toro, con genio, de embestida incierta y la cara por las nubes. El torero, muy centrado, aguantó las tarascadas de su oponente y le ganó la partida a cambio de jugarse los muslos. Hubo poco toreo porque el toro no permitía, pero sí hubo un torero. El mismo que, minutos más tarde, apareció en el cuarto transfigurado en un pegapases que citaba al hilo del pitón y muy despegado. Para entonces, la joven estudiante había cerrado el cuaderno, contagiada, quizá, del general sopor reinante.
Los responsables de la situación fueron César Jiménez y Eduardo Gallo. El primero se encuentra en una difícil tesitura: sigue sin entender que el torero es exactamente al revés de como él lo realiza. Hay que cruzarse al pitón contrario, cargar la suerte y mandar al toro sobre el giro de la cintura. Jiménez se empeña inexplicablemente en citar fuera de cacho, muy despegado, y extiende el brazo para alejar al toro de su circunscripción. Y todo el mundo se queda pasmado porque no entiende que este chico no comprenda las cuatro reglas básicas del toreo.
Cómo sería el asunto que, muerto el quinto, la familia de la estudiante al completo, decidió abandonar la plaza en un desesperado intento paterno de que la niña no se viera afectada en su ánimo y suspendiera hoy el dichoso examen.
Se ahorraron el muermo del sexto, pero habían sufrido, como todos, con que Gallo, que dio muchos pases al tercero, -a la postre, el más potable,- y no dijo ni mu. Acelerado, destemplado, despegado Otro que tampoco se sabe la lección.
No sabremos nunca si la chica aprobó el examen -se supone que sí porque el interés lo demostró suficientemente-, pero está claro que los toreros suspendieron el suyo. Podrían intentarlo con la química.
Babelia
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