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El hijo del acordeonista

En la novela más personal de Bernardo Atxaga recorremos, como si miráramos un mosaico hecho con distintos tiempos, lugares y estilos, la historia de dos amigos: Joseba y David, el hijo del acordeonista.

A continuación reproducimos el capítulo 'El comienzo' de El hijo del acordeonista.

(A la venta desde el 26 de abril)

El comienzo

Era el primer día de curso en la escuela de Obaba. La nueva maestra andaba de pupitre en pupitre con la lista de los alumnos en la mano. «¿Y tú? ¿Cómo te llamas?», preguntó al llegar junto a mí. «José —respondí—, pero todo el mundo me llama Joseba». «Muy bien.» La maestra se dirigió a mi compañero de pupitre, el último que le quedaba por preguntar: «¿Y tú? ¿Qué nombre tienes?». El muchacho respondió imitando mi manera de hablar: «Yo soy David, pero todo el mundo me llama el hijo del acordeonista». Nuestros compañeros, niños y niñas de ocho o nueve años de edad, acogieron la respuesta con risitas. «¿Y eso? ¿Tu padre es acordeonista?» David asintió. «A mí me encanta la música —dijo la maestra—. Un día traeremos a tu padre a la escuela para que nos dé un pequeño concierto». Parecía muy contenta, como si acabara de recibir una noticia maravillosa. «También David sabe tocar el acordeón. Es un artista», dije yo. La maestra puso cara de asombro: «¿De verdad?». David me dio un codazo. «Sí, es verdad —afirmé—. Además tiene el acordeón ahí mismo, en la entrada. Después de la escuela suele ir a ensayar con su padre». Me costó terminar, porque David quiso taparme la boca. «¡Sería precioso escuchar un poco de música! —exclamó la maestra—. ¿Por qué no nos ofreces una pieza? Te lo pido por favor».

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David se fue a por el acordeón con cara de disgusto, como si la petición le produjera un gran pesar. Mientras, la maestra colocó una silla sobre la mesa principal del aula. «Mejor aquí arriba, para que podamos verte todos», dijo. Instantes después, David estaba, efectivamente, allí arriba, sentado en la silla y con el acordeón entre sus brazos. Todos comenzamos a aplaudir. «¿Qué vas a interpretar?», preguntó la maestra. «Padam Padam», dije yo, anticipándome a su respuesta. Era la canción que mi compañero mejor conocía, la que más veces había ensayado por ser tema de ejecución obligada en el concurso provincial de acordeonistas. David no pudo contener la sonrisa. Le gustaba lo de ser el campeón de la escuela, sobre todo ante las niñas. «Atención todos —dijo la maestra con el estilo de una presentadora—. Vamos a terminar nuestra primera clase con música. Quiero deciros que me habéis parecido unos niños muy aplicados y agradables. Estoy segura de que vamos a llevarnos muy bien y de que vais a aprender mucho». Hizo un gesto a David, y las notas de la canción —Padam Padam…— llenaron el aula. Al lado de la pizarra, la hoja del calendario señalaba que estábamos en septiembre de 1957.

Cuarenta y dos años más tarde, en septiembre de 1999, David había muerto y yo estaba ante su tumba en compañía de Mary Ann, su mujer, en el cementerio del rancho Stoneham, en Three Rivers, California. Frente a nosotros, un hombre esculpía en tres lenguas distintas, inglés, vasco y español, el epitafio que debía llevar la lápida: «Nunca estuvo más cerca del paraíso que cuando vivió en este rancho». Era el comienzo de la plegaria fúnebre que el propio David había escrito antes de morir y que, completa, decía:

«Nunca estuvo más cerca del paraíso que cuando vivió en este rancho, hasta el extremo de que al difunto le costaba creer que en el cielo pudiera estarse mejor. Fue difícil para él separarse de su mujer, Mary Ann, y de sus dos hijas, Liz y Sara, pero no le faltó, al partir, la pizca de esperanza necesaria para rogar a Dios que lo subiera al cielo y lo pusiera junto a su tío Juan y a su madre Carmen, y junto a los amigos que en otro tiempo tuvo en Obaba».

«Can we help you?» —«¿Podemos ayudarle en algo?»—, preguntó Mary Ann al hombre que estaba esculpiendo el epitafio, pasando del español que hablábamos entre nosotros al inglés. El hombre hizo un gesto con la mano, y le pidió que esperara. «Hold on» —«Un momento»—, dijo.

En el cementerio había otras dos tumbas. En la primera estaba enterrado Juan Imaz, el tío de David —«Juan Imaz. Obaba 1916-Stoneham Ranch 1992. Necesitaba dos vidas, sólo he tenido una»—; en la segunda Henry Johnson, el primer dueño del rancho —Henry Johnson, 1890-1965—. Había luego, en un rincón, tres tumbas más, diminutas, como de juguete. Correspondían, según me había dicho el propio David en uno de nuestros paseos, a Tommy, Jimmy y Ronnie, tres hámsters que habían pertenecido a sus hijas.

«Fue idea de David —explicó Mary Ann—. Les dijo a las niñas que bajo esta tierra blanda sus mascotas dormirían dulcemente, y ellas lo aceptaron con alegría, se sintieron muy consoladas. Pero, al poco tiempo, se estropeó el exprimidor, y Liz, que entonces tendría seis años, se empeñó en que había que darle sepultura. Luego fue el turno de un pato de plástico que se quemó al caerse sobre la barbacoa. Y más tarde le tocó a una cajita de música que había dejado de funcionar. Tardamos en darnos cuenta de que las niñas rompían los juguetes a propósito. Sobre todo la pequeña, Sara. Fue entonces cuando David inventó lo de las palabras. No sé si te habló de ello». «No recuerdo», dije. «Empezaron a enterrar vuestras palabras.» «¿A qué palabras te refieres?» «A las de vuestra lengua. ¿De verdad que no te lo contó?» Insistí en que no. «Yo creía que en vuestros paseos habíais hablado de todo», sonrió Mary Ann. «Hablábamos de las cosas de nuestra juventud —dije—. Aunque también de vosotros dos y de vuestro idilio en San Francisco».

Llevaba cerca de un mes en Stoneham, y mis conversaciones con David habrían llenado muchas cintas. Pero no había grabaciones. No había ningún documento. Sólo quedaban rastros, las palabras que mi memoria había podido retener.

Los ojos de Mary Ann miraban hacia la parte baja del rancho. En la orilla del Kaweah, el río que lo atravesaba, había cinco o seis caballos. Pacían entre las rocas de granito, en prados de hierba verde. «Lo del idilio en San Francisco es verdad —dijo—. Nos conocimos allí, mientras hacíamos turismo». Vestía una camisa vaquera, y un sombrero de paja la protegía del sol. Seguía siendo una mujer joven. «Sé cómo os conocisteis —dije—. Me enseñasteis las fotos». «Es verdad. Lo había olvidado.» No me miraba a mí. Miraba al río, a los caballos.

Nunca estuvo más cerca del paraíso que cuando vivió en este rancho. El hombre que esculpía la lápida se acercó a nosotros con la hoja de papel donde habíamos copiado el epitafio en las tres lenguas. «What a strange language! But it's beautiful!» —«¡Es rara esta lengua, pero hermosa!»—, dijo, señalando las líneas que estaban en vasco. Puso su dedo bajo una de las palabras: no le gustaba, quería saber si podía sustituirse por alguna mejor. «¿Se refiere a rantxo?» El hombre se llevó un dedo al oído. «It sounds bad» —«Suena mal»—, dijo. Miré a Mary Ann. «Si se te ocurre otra, adelante. A David no le hubiera importado.» Busqué en la memoria. «No sé, quizá ésta…» Escribí abeletxe en el papel, un término que en los diccionarios se traduce como «redil, casa de ganado, aparte del caserío». El hombre masculló algo que no pude entender. «Le parece demasiado larga —aclaró Mary Ann—. Dice que tiene dos letras más que rantxo, y que en la lápida no le sobra ni una pulgada». «Yo lo dejaría como estaba», dije. «Rantxo, entonces», decidió Mary Ann. El hombre se encogió de hombros y regresó a su trabajo.

El camino que unía las caballerizas con las viviendas del rancho pasaba junto al cementerio. Estaban primero las casas de los criadores mexicanos; luego la que había pertenecido a Juan, el tío de David, donde yo me había instalado; al final, más arriba, en la cima de una pequeña colina, la casa donde mi amigo había vivido con Mary Ann durante quince años; la casa donde habían nacido Liz y Sara.

Mary Ann salió al camino. «Es hora de cenar y no quiero dejar sola a Rosario —dijo—. Se necesita más de una persona para hacer que las niñas apaguen la televisión y se sienten a la mesa». Rosario era, junto con su marido Efraín, el capataz del rancho, la persona con la que Mary Ann contaba para casi todo. «Puedes quedarte un rato, si quieres —añadió al ver que me disponía a acompañarla—. ¿Por qué no desentierras alguna de las palabras del cementerio? Están detrás de los hámsters, en cajas de cerillas». «No sé si debo —dudé—. Como te he dicho, David nunca me habló de esto». «Por miedo a parecer ridículo, probablemente —dijo ella—. Pero sin mayor razón. Inventó ese juego para que Liz y Sara aprendieran algo de vuestra lengua». «En ese caso, lo haré. Aunque me sienta como un intruso.» «Yo no me preocuparía. Solía decir que tú eras el único amigo que le quedaba al otro lado del mundo.» «Fuimos como hermanos», dije. «No merecía morir con cincuenta años», dijo ella. «Ha sido una mala faena.» «Sí. Muy mala.» El hombre que esculpía la lápida levantó la vista. «¿Ya se marchan?», preguntó en voz alta. «Yo no», respondí. Volví a entrar en el cementerio.

Encontré la primera caja de cerillas tras la tumba de Ronnie. Estaba bastante estropeada, pero su contenido, un minúsculo rollo de papel, se conservaba limpio. Leí la palabra que con tinta negra había escrito David: mitxirrika. Era el nombre que se empleaba en Obaba para decir «mariposa». Abrí otra caja. El rollo de papel ocultaba una oración completa: Elurra mara-mara ari du. Se decía en Obaba cuando nevaba mansamente.

Liz y Sara habían terminado de cenar, Mary Ann y yo estábamos sentados en el porche. La vista era muy bella: las casas de Three Rivers descansaban al abrigo de árboles enormes, la carretera de Sequoia Park corría paralela al río. En la zona llana, los viñedos sucedían a los viñedos, los limoneros a los limoneros. El sol descendía poco a poco, demorándose sobre las colinas que rodeaban el lago Kaweah.

Lo veía todo con gran nitidez, como cuando el viento purifica la atmósfera y resalta la silueta de las cosas. Pero no había viento, nada tenía que ver mi percepción con la realidad. Era únicamente por David, por su recuerdo, porque estaba pensando en él, en mi amigo. David no volvería a ver aquel paisaje: las colinas, los campos, las casas. Tampoco llegaría a sus oídos el canto de los pájaros del rancho. No volverían sus manos a sentir la tibieza de las tablas de madera del porche tras un día de sol. Por un instante, me vi en su lugar, como si fuera yo el que acababa de morir, y lo terrible de la pérdida se me hizo aún más evidente. Si a lo largo del valle de Three Rivers se hubiese abierto repentinamente una grieta, destrozando campos y casas y amenazando al propio rancho, no me habría afectado más. Comprendí entonces, con un sentido diferente, lo que afirman los conocidos versos: «La vida es lo más grande, quien la pierda lo ha perdido todo».

Oímos unos silbidos. Uno de los criadores mexicanos —vestía un sombrero de cowboy— intentaba separar los caballos de la orilla del río. Inmediatamente, todo volvió a quedar en silencio. Los pájaros permanecían callados. Abajo, en la carretera de Sequoia Park, los coches marchaban con las luces encendidas y llenaban el paisaje de manchas y líneas de color rojo. El día tocaba a su fin, el valle estaba tranquilo. Mi amigo David dormía para siempre. Le acompañaban, también dormidos, su tío Juan y Henry Johnson, el primer propietario del rancho.

Mary Ann encendió un cigarrillo. «Mom, don't smoke!» —«¡Mamá, no fumes!»—, gritó Liz asomada a la ventana. «Es uno de los últimos. Por favor, no te preocupes. Cumpliré mi promesa», contestó Mary Ann. «What is the word for butterfly in basque?» —«¿Cómo se dice butterfly en lengua vasca?»—, pregunté a la niña. Desde dentro de la casa surgió la voz de Sara, su hermana menor: «Mitxirrika». Liz volvió a gritar: «Hush up, silly!» —«¡Cállate, boba!»—. Mary Ann suspiró: «A ella le ha afectado mucho la muerte de su padre. Sara lo lleva mejor. No es tan consciente». Se oyó un relincho y, de nuevo, el silbido del cuidador mexicano con sombrero de cowboy.

Mary Ann apagó el cigarrillo y se puso a mirar en el cajón de una mesita que había en el porche. «¿Te enseñó esto?», preguntó. Tenía en su mano un libro de tamaño folio, unas doscientas páginas perfectamente encuadernadas. «Es la edición que prepararon los amigos del Book Club de Three Rivers —dijo con una media sonrisa—. Una edición de tres ejemplares. Uno para Liz y Sara, otro para la biblioteca de Obaba, y el tercero para los amigos del club que le ayudaron a publicarlo». No pude evitar un gesto de sorpresa. Tampoco sabía nada de aquello. Mary Ann hojeó las páginas. «David decía en broma que tres ejemplares es mucho y que se sentía como un fanfarrón. Que debía haber tomado ejemplo de Virgilio y pedir a sus amigos que quemaran el original.»

La cubierta del libro era de color azul oscuro. Las letras eran doradas. En la parte superior figuraba su nombre —con el apellido materno: David Imaz— y en el centro el título en lengua vasca: Soinujolearen semea —«El hijo del acordeonista»—. El lomo era de tela negra, sin referencias.

Mary Ann señaló las letras. «Por supuesto que lo del color dorado no fue idea suya. Cuando lo vio, se echó las manos a la cabeza y volvió a citar a Virgilio y a repetir que era un fanfarrón.» «No sé qué decir. Estoy sorprendido», dije, examinando el libro. «Le pedí más de una vez que te lo enseñara —explicó ella—. Al fin y al cabo, eras su amigo de Obaba, quien debía llevar el ejemplar a la biblioteca de su pueblo natal. Él me decía que sí, que lo haría, pero más tarde, el día que tuvieras que coger el avión de vuelta. No quería que te sintieras obligado a darle una opinión —Mary Ann hizo una pausa antes de continuar—: Y puede que fuera ésa la razón por la que lo escribió en una lengua que yo no puedo entender. Para no comprometerme». La media sonrisa volvía a estar en sus labios. Pero esta vez era más triste. Me levanté y di unos pasos por el porche. Me costaba seguir sentado; me costaba encontrar las palabras. «Llevaré el ejemplar a la biblioteca de Obaba —dije al fin—. Pero, antes de eso, lo leeré y te escribiré una carta con mis impresiones».

Ahora eran tres los criadores que atendían a los caballos de la orilla del río. Parecían de buen humor. Reían sonoramente y se peleaban en broma, golpeándose con los sombreros. Dentro de la casa alguien encendió la televisión.

«Llevaba tiempo con la idea de escribir un libro —dijo Mary Ann—. Probablemente, desde que llegó a América, porque recuerdo que me habló de ello ya en San Francisco, la primera vez que salimos juntos. Pero no hizo nada hasta el día que fuimos a visitar los carvings de los pastores vascos en Humboldt County. Sabes lo que son los carvings, ¿verdad? Me refiero a las figuras grabadas a cuchillo en la corteza de los árboles». Efectivamente, los conocía. Los había visto en un reportaje que la televisión vasca había emitido sobre los amerikanoak, los vascos de América. «Al principio —siguió ella—, David anduvo muy contento, no hacía más que hablar de lo que significaban las inscripciones, de la necesidad que tiene todo ser humano de dejar una huella, de decir "yo estuve aquí". Pero de pronto cambió de humor. Acababa de ver en uno de los árboles algo que le resultaba extremadamente desagradable. Eran dos figuras. Me dijo que se trataba de dos boxeadores, y que uno de ellos era vasco, y que él lo odiaba. Ahora mismo no recuerdo su nombre». Mary Ann cerró los ojos y buscó en su memoria. «Espera un momento —dijo, poniéndose de pie—. He estado ordenando sus cosas, y creo que ya sé dónde está la foto que le hicimos a aquel árbol. Ahora mismo la traigo».

Se estaba haciendo de noche, pero aún había algo de luz en el cielo; aún quedaban allí nubes iluminadas por el sol, sobre todo de color rosa, redondas, pequeñas, como bolitas de algodón para taponar los oídos. En la parte baja del rancho, los árboles y las rocas de granito se difuminaban hasta parecer iguales, sombras de una misma materia; sombras que, sobre todo, dominaban la orilla del río, donde ya no había ni caballos ni criadores con sombrero de cowboy. Entre los sonidos, destacaba ahora la voz de un presentador de televisión que hablaba de un incendio —a terrible fire— en las cercanías de Stockton.

Mary Ann encendió la luz del porche y me entregó la fotografía con el detalle del árbol. Mostraba dos figuras en actitud de lucha, con los puños en alto. El dibujo era tosco, y el tiempo había deformado tanto las líneas que podía pensarse que se trataba de dos osos, pero el pastor había grabado con su cuchillo, junto a las figuras, los nombres, la fecha y la ciudad en que tuvo lugar el combate: «Paulino Uzcudun-Max Baer. 4-VII-1931. Reno».

«Es normal que David se llevara un disgusto —dije—. Paulino Uzcudun siempre estuvo al servicio del fascismo español. Era de los que afirmaban que Guernica había sido destruida por los propios vascos». Mary Ann me observó en silencio. Luego me hizo partícipe de su recuerdo: «Cuando volvimos de Humboldt County, David me enseñó una fotografía antigua donde aparecía su padre con ese boxeador y otras personas. Me dijo que la habían hecho el día de la inauguración del campo de deportes de Obaba. "¿Qué gente es ésta?", le pregunté. "Algunos eran asesinos", me respondió. Me quedé sorprendida. Era la primera vez que me hablaba de ello. "¿Y los demás, qué eran? ¿Ladrones?", le dije un poco en broma. "Probablemente", me respondió. Al día siguiente, cuando volví del college, lo encontré en el estudio, poniendo sobre su mesa las carpetas que había traído a América. "He decidido hacer mi propio carving", dijo. Hablaba del libro».

La luz de la bombilla del porche realzaba las letras doradas del libro. Lo abrí y comencé a hojearlo. La letra era pequeña, las páginas estaban muy aprovechadas. «¿En qué año ocurrió todo eso? Me refiero a la excursión para ver los carvings y lo de ponerse a escribir.» «Yo estaba embarazada de Liz. Así que hace unos quince años.» «¿Tardó mucho en terminarlo?» «Pues, no lo sé exactamente —dijo Mary Ann. Volvió a sonreír, como si la respuesta le hiciera gracia—. La única vez que le ayudé fue cuando le publicaron el cuento que escuchaste el otro día».

El cuento que escuchaste el otro día. Mary Ann tenía en mente El primer americano de Obaba, un texto que ella había traducido al inglés a fin de publicarlo en la antología Writers from Tulare County, «Escritores del condado de Tulare». Lo habíamos leído en el rancho, en presencia del propio David, apenas dos semanas antes. Ahora, él ya no estaba. Nunca volvería a estar. En ningún sitio. Ni en el porche, ni en la biblioteca, ni en su estudio, sentado ante el ordenador de color blanco que le había regalado Mary Ann y que utilizó hasta horas antes de ingresar en el hospital. Así era la muerte, ésa era su forma de actuar. Sin pamplinas, sin contemplaciones. Llegaba a una casa y daba una voz: «¡Se acabó!». Después se marchaba a otra casa.

«Ahora que recuerdo, hice más cosas para él —dijo Mary Ann—. Le ayudé a traducir dos cuentos que escribió sobre dos de sus amigos de Obaba. Uno de ellos se titulaba Teresa. Y el otro…». Mary Ann no conseguía recordar el título del segundo cuento. Sólo que también era un nombre de pila. «¿Lubis?» Negó con la cabeza. «¿Martín?» Volvió a negar. «¿Adrián?» «Sí. Eso es. Adrián.» «Adrián formaba parte de nuestro grupo —expliqué—. Fuimos amigos durante casi quince años. Desde la escuela primaria hasta la época de la universidad». Mary Ann suspiró: «Un compañero mío del college quería publicárselos en una revista de Visalia. Habló incluso de presentarlos a una editorial de San Francisco. Pero David se echó atrás. No podía soportar que se publicaran directamente en inglés. Le parecía una traición hacia la vieja lengua».

La vieja lengua. Por primera vez desde mi llegada a Stoneham, advertí amargura en Mary Ann. Ella hablaba perfectamente español, con el acento mexicano de los trabajadores del rancho. Podía imaginarme lo que le habría dicho a David en más de una ocasión: «Si no puedes escribir en inglés, ¿por qué no lo intentas en español? Al fin y al cabo, el español es una de tus lenguas familiares. A mí me resultaría mucho más fácil ayudarte». David se habría mostrado de acuerdo, pero posponiendo la decisión una y otra vez. Hasta resultar irritante, quizás.

Rosario apareció en el porche. «Me voy a mi casa. Ya sabe que Efraín es incapaz de hacerse un sándwich. Si no se lo preparo yo, se queda sin cenar.» «Naturalmente, Rosario. Nos hemos entretenido hablando», respondió Mary Ann levantándose de la silla. Yo la imité, y los dos nos despedimos de la mujer. «Lo dejaré en la biblioteca de Obaba», dije luego, señalando el libro. Mary Ann asintió: «Allí al menos podrá leerlo alguien». «En la vieja lengua», dije. Ella sonrió ante mi ironía, y yo me marché colina abajo, hacia la casa de Juan. Iba a dejar América al día siguiente, y tenía que hacer el equipaje.

Mary Ann volvió a sacar el tema de la vieja lengua a la mañana siguiente, mientras esperábamos en el aeropuerto de Visalia. «Supongo que ayer te parecí antipática, la típica reaccionaria que siente fobia hacia lo minoritario. Pero no me juzgues mal. Cuando David y Juan conversaban entre ellos, lo hacían siempre en vasco, y para mí era un placer escuchar aquella música.» «Quizás ayer tuvieras razón —dije—. A David le habría beneficiado escribir en otra lengua. Al fin y al cabo, él no pensaba regresar a su país natal». Mary Ann desoyó mi comentario. «Me encantaba oírles hablar —insistió—. Recuerdo que una vez, recién llegada a Stoneham, le comenté a David lo rara que me resultaba aquella música, con tanta k y tanta erre. Él me respondió si no me había dado cuenta, que Juan y él eran en realidad grillos, dos grillos perdidos en tierra americana, y que el sonido que yo oía lo producían al batir sus alas. "Empezamos a mover las alas en cuanto nos quedamos solos", me dijo. Ése era su humor».

También yo tenía mis recuerdos. La vieja lengua había sido, para David y para mí, un tema importante. Muchas de las cartas que nos habíamos escrito desde su viaje a América contenían referencias a ella: ¿se cumpliría la predicción de Schuchardt? ¿Desaparecería nuestra lengua? ¿Éramos, él y yo y todos nuestros paisanos, el equivalente al último mohicano? «Escribir en español o en inglés se le haría duro a David —dije—. Somos muy poca gente. Menos de un millón de personas. Cuando uno solo de nosotros abandona la lengua, da la impresión de que contribuye a su extinción. En vuestro caso es distinto. Vosotros sois millones de personas. Nunca se dará el caso de que un inglés o un español diga: "Las palabras que estuvieron en boca de mis padres me resultan extrañas"». Mary Ann se encogió de hombros. «De todos modos, ya no tiene remedio —dijo—. Pero me hubiera gustado leer su libro». Reaccionó enseguida y añadió: «Pocas veces se dará el caso de que una americana tenga que decir: "Las palabras que estuvieron en boca de mi marido me resultan extrañas"». «Bien pensado, Mary Ann», dije. Ella hizo un juego de palabras: «Bien quejado, querrás decir». Su acento americano era de pronto muy fuerte.

Empezaron a avisar para el embarque, no había tiempo para seguir hablando. Mary Ann me dio el beso de despedida. «Te escribiré en cuanto lea el libro», prometí. «Te agradezco que hayas estado con nosotros», dijo ella. «Ha sido una experiencia dura —dije—, pero he aprendido mucho. David tuvo mucha entereza». Volvimos a besarnos y me puse en la fila para embarcar.

Las nubes de color rosa que la víspera había visto desde Stoneham seguían en el cielo. Desde la ventanilla del avión parecían más planas, platillos volantes en un cielo azul. Saqué el libro de David de mi maleta de mano. Venían primero las dedicatorias: dos páginas para Liz y Sara, cinco para su tío Juan, otras tantas para Lubis, su amigo de la infancia y juventud, dos para su madre… y luego el grueso del relato, que él definía como «memorial». Guardé de nuevo el libro. Lo leería durante el vuelo de Los Ángeles a Londres, en la etérea región que surcan los grandes aviones y en la que nada hay, ni siquiera nubes.

Una semana más tarde escribí a Mary Ann para informarle de que el libro de David se encontraba ya en la biblioteca de Obaba. Le dije también que había hecho una fotocopia para uso personal, porque los sucesos narrados me resultaban familiares y yo figuraba como protagonista en alguno de ellos. «Espero que hacer una cuarta copia y aumentar la edición no te parezca mal.» El texto era importante para mí. Quería tenerlo a mano.

Le expliqué luego cómo veía yo la forma de actuar de David. A mi entender, él había tenido más de una razón para escribir sus memorias en lengua vasca aparte de la que le había apuntado en el aeropuerto de Visalia, referida a la defensa de una lengua minoritaria. En pocas palabras, David se había resistido a que su vida primera y su vida segunda, la «americana», se mezclaran; no había querido implicarla a ella, principal responsable de que en Stoneham se sintiera «más cerca que nunca del paraíso», en asuntos que le eran ajenos. Al fin, entre las posibles alternativas —la de Virgilio, por ejemplo: quemar el original— había elegido la más humana: ceder al impulso de difundir su escrito, pero a través de una lengua hermética para la mayoría, aunque no para la gente de Obaba ni para sus hijas, si éstas seguían su deseo y decidían aumentar su léxico e ir más allá de mitxirrika y de las otras palabras enterradas en el cementerio de Stoneham.

«Él consideraba que el caso de la gente de Obaba y el de tus hijas era distinto —argumenté—. Los primeros tenían derecho a saber lo que se decía de ellos. En cuanto a Liz y Sara, el libro podría ayudarles a conocerse mejor, porque hablaba de su progenitor, un cierto David que, inevitablemente, seguiría viviendo dentro de ellas e influyendo, sin saberse en qué medida, en su humor, en sus gustos, en sus decisiones».

Copié, al final de la carta, las palabras que David había utilizado como colofón de su trabajo: «He pensado en mis hijas al redactar todas y cada una de estas páginas, y de esa presencia he sacado el ánimo necesario para terminar el libro. Creo que es lógico. No hay que olvidar que incluso Benjamin Franklin, que fue un padre bastante desafecto, incluye "la necesidad de dejar memoria para los hijos" en su lista de razones válidas para escribir una autobiografía».

Mary Ann contestó con una postal de la oficina de correos de Three Rivers. Me expresaba su agradecimiento por la carta y por haber hecho realidad el deseo de David. Me formulaba, además, una pregunta. Quería saber qué opinión me merecía el libro. «Muy interesante, muy denso», le respondí. Ella me envió una segunda postal: «Entiendo. Los hechos han quedado muy apretados, como anchoas en un tarro de cristal». La descripción era bastante exacta. David pretendía contarlo todo, sin dejar vacíos; pero algunos hechos, que yo conocía de primera mano y me parecían importantes, quedaban sin el relieve necesario.

Unos meses después, faltando ya poco para que finalizara el siglo, puse a Mary Ann al corriente del proyecto que había empezado a madurar a mi regreso de los Estados Unidos: deseaba escribir un libro basado en el texto de David, reescribir y ampliar sus memorias. No como aquel que derriba una casa y levanta en su lugar una nueva, sino con el espíritu del que encuentra en un árbol el carving de un pastor ya desaparecido y decide marcar de nuevo las líneas para dar un mejor acabado al dibujo, a las figuras. «Si lo hago de esa manera —expliqué a Mary Ann—, la diferencia entre las incisiones antiguas y las nuevas se borrará con el tiempo y sólo quedará, sobre la corteza, una única inscripción, un libro con un mensaje principal: Aquí estuvieron dos amigos, dos hermanos». ¿Me daba ella su beneplácito? Me proponía empezar cuanto antes.

Como siempre, Mary Ann me respondió a vuelta de correo. Decía alegrarse con la noticia, y me informaba del envío de los papeles y de las fotografías que podían resultarme útiles. Aseguraba, además, que actuaba empujada por su propio interés, «porque si tú escribes el libro, y luego se traduce a una lengua comprensible para mí, no me será difícil identificar qué líneas corresponden a la vida que tuvo David antes de que nos conociéramos en San Francisco. Quizás cicatricen bien tus correcciones y tus añadidos, volviéndose irreconocibles para el extraño; pero yo compartí con él más de quince años de mi vida, y sabré distinguir el trabajo de las dos manos». Ya en la posdata, Mary Ann sugería un nuevo título, El libro de mi hermano, y la conveniencia de no olvidar a Liz y a Sara, «pues, como tú decías hace unos meses, pueden convertirse en lectoras del libro, y no me gustaría que ello les acarreara ningún sufrimiento inútil».

Volví a escribir a Stoneham, y la tranquilicé con respecto a sus hijas. Pensaría en ellas en cada una de las páginas, también para mí serían una presencia. Deseaba que mi libro las ayudara un día a vivir, a estar mejor en el mundo. Naturalmente, no todos mis deseos eran tan nobles. También me movía el interés. No renunciaba a mi propia marca, desechando la otra opción, la de convertirme en un mero editor de la obra de David. «Habrá gente que no comprenderá mi forma de actuar y que me acusará de arrancar la corteza del árbol, de robar el dibujo de David —expliqué a Mary Ann—. Dirán que soy un autor acabado, incapaz de escribir un libro por mí mismo, y que por eso recurro a la obra ajena; sin embargo, la verdad última es otra. La verdad es que, conforme pasa el tiempo y los hechos se alejan, sus protagonistas empiezan a parecerse: las figuras se empastan. Así ocurre, según creo, con David y conmigo. Y también, quizás en otra medida, con nuestros compañeros de Obaba. Las líneas que yo añada al dibujo de David no pueden ser bastardas».

Han transcurrido tres años desde aquella carta, y el libro es ya una realidad. Sigue teniendo el título que tuvo desde el principio, y no el sugerido por Mary Ann. Pero, por lo demás, sus deseos y los míos están cumplidos: no hay en él nada que pueda hacer daño a Liz y Sara; tampoco falta nada de lo que, en nuestro tiempo y en el de nuestros padres, ocurrió en Obaba. El libro contiene las palabras que dejó escritas el hijo del acordeonista, y también las mías.

Portada del libro 'El hijo del acordeonista'
Portada del libro 'El hijo del acordeonista'

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