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La reina sin espejo

Lorenzo Silva vuelve a enfrentar en 'La Reina del Espejo' a sus dos personajes, los agentes de la guardia civil Bevilacqua y Chamorro, con un caso en el que confluyen algunos rasgos de la sociedad española actual

CAPÍTULO 1

Una imagen brutal

Cuando el forense, con la sobrecogedora parsimonia de su oficio, comprobó el funcionamiento de la sierra circular que se disponía a aplicar sobre el cráneo de Neus Barutell, reparé en que aquélla era la primera vez que presenciaba la autopsia de alguien a quien había tenido la oportunidad de ver con vida. También mi compañera, la cabo Chamorro, que asistía conmigo a la operación, guardaba alguna memoria del ser humano que ya no habitaba aquel cuerpo. Podía, tanto como yo mismo, recordar el sonido de su voz, la expresión de sus ojos, los movimientos que antaño describieran aquellos miembros que ahora reposaban yertos y azulados sobre la mesa de autopsias. En situaciones de cierta intensidad suele suceder que sólo podemos pensar simplezas. La que yo cavilé en aquel momento fue que el espectáculo cambiaba radicalmente al conocer algo de la persona que había habido tras la carne que desmantelaban delante de uno. Sólo el forense, que tampoco ignoraba quién era Neus Barutell, parecía mantener cierta neutralidad ante la circunstancia, mientras concentraba toda su atención en la maniobra que iba a ejecutar. Pero en su mente, al menor descuido, debían de abrirse paso reflexiones no muy distintas de las mías.

—Vamos allá —dijo antes de proceder, con un afán por normalizar el acto que no hizo sino ratificar mi suposición. Fue entonces, mientras miraba los cincuenta y pocos kilos de materia orgánica inerte en que se había convertido aquella inquieta criatura humana, cuando recordé la primera vez que había visto el rostro de Neus Barutell. Sobreponiéndome al desasosiego que producía la imagen del cuerpo frío y desvalido, sobre el que los útiles del forense trazaban ya las líneas que permitirían acceder a su triste secreto y ocultar luego a los parientes la ferocidad de la agresión, retrocedí una década, a aquella otra época mucho mejor para ambos. Ella estaba a la sazón en su plenitud, y mi propia vida era un proyecto de satisfacciones y alegrías aún no sometidas a la implacable rebaja que el tiempo, auxiliado por nuestras torpezas, se complace en aplicar a cualquier ensueño redentor.

Diez años antes de aquella tarde en que yacía sin vida, Neus había alcanzado el estrellato como conductora de un programa de éxito en la televisión catalana. En aquellos días yo estaba destinado en Barcelona, y solía ver su programa y algunos otros para irle cogiendo mejor el aire al idioma local. Desde el principio, aquella presentadora me pareció una persona notable; sin duda ambiciosa, oportunista, vanidosa y a menudo tan superficial como todos los que le hacían la competencia, pero con algo que la hacía distinta, una capacidad de ser o parecer verdadera que me inclinaba a mirar su programa con cierto interés, frente a lo que me sucedía con los de otros, que sólo podía soportar como el peaje indispensable para mi aprendizaje lingüístico. Quise recuperar del fondo de mi memoria el eco de esa Neus primera, quizá en una tentativa paralela de recobrar el sabor perdido de aquella etapa barcelonesa y de la quebradiza felicidad de que había disfrutado mientras la vivía.

Hube de esforzarme, sin embargo, porque a cada momento se me imponía la huella más reciente de la otra Neus: la que, después de dar el salto a una cadena de televisión nacional, se había convertido en una de las periodistas más populares e influyentes del país. Eso era lo más desconcertante de aquella situación. A los que allí estábamos la difunta siempre se nos había aparecido como un ser luminoso e impecable. Ante las cámaras, Neus vestía exquisitamente, con prendas que cabía suponer hechas a medida para ella por los modistas más cotizados. Gracias a la esmerada labor de peluquería y al pulquérrimo maquillaje, su cabello resplandecía como si la luz brotase de él y su piel nunca dejaba de verse tersa, lozana y uniforme.

Pero ahora, de pronto, era una muerta más. Con su olor acre, su lóbrega desnudez, su piel llena de accidentes y despojada de cualquier aderezo favorecedor. Tuve otra idea estúpida:

cuánto habrían pagado las revistas, cuánto habrían suspirado tantos espectadores por poder echarse a la cara a Neus así como se exponía ahora, sin ropa alguna. Con un sentimiento de culpa tal vez absurdo, porque no había más razones para experimentarlo con ella que con las otras muchas muertas que había tenido la ocasión y el deber de examinar, me fijé en el pequeño tatuaje en forma de dama de ajedrez que lucía en cierto lugar íntimo. Pero no me sentí distinguido por la fortuna al acceder a aquel secreto vedado al resto de los mortales. No gratificaba los sentidos, ni la imaginación, verla tal y como la habían dejado. Antes de abrir, el forense pudo contar hasta veintisiete puñaladas, en cuello, brazos, tórax y abdomen.

—El que fuera, le tenía ganas —apostilló, al completar la cuenta. No dudaba de la saña, desde luego, ni era por esclarecer eso por lo que habíamos decidido entrar a la autopsia, cosa que ni mucho menos hacemos en todos los casos, en general por la sencilla razón de que a los investigadores de la unidad central suelen pasarnos los muertos cuando ya llevan tiempo bajo tierra. La inspección del cadáver en el lugar del crimen, que esta vez sí habíamos podido realizar, me había suscitado incertidumbres respecto de otros extremos de cierta importancia, que eran los que esperaba que el forense nos aclarase y los que me interesaba poder comprobar también de primera mano.

Las autopsias no son rápidas: van por partes y en su orden, para no perjudicar la utilidad de sus resultados y para después recomponer el cuerpo de la mejor manera posible. Pero el forense llegó al fin a los dos puntos que me intrigaban. Tras examinar los pulmones, y sin titubear, formuló la conclusión que a mí mismo, como profano en la ciencia médica, me sugería la experiencia de otros casos:

—Murió por asfixia. Si sumamos la trayectoria perpendicular de casi todas las puñaladas, y el volumen moderado de la hemorragia, tenemos razones para presumir que la acuchillaron post mórtem. El segundo detalle, el más desagradable y ominoso, el forense lo contrastó y certificó con la voz más fría que se escuchó aquella noche en aquella sala, que ya de por sí transmitía una gelidez insuperable:

—Semen en vagina y en recto.

Tomó varias muestras, tan ensimismado y metódico como si estuviera recogiendo cualquier fluido sin mayor interés, y las fue depositando en los recipientes apropiados para remitirlas al análisis genético. Miré a Chamorro de reojo. Permanecía impasible. Me entretuve en imaginar cuál habría sido su reacción varios años antes, cuando se iniciaba en el lúgubre negocio que compartíamos. Le habría costado mucho impedir que sus emociones la traicionasen, mantener la máscara impenetrable que la protegía ahora. Le habría costado, también, no expresar en palabras, tan pronto como tuviera oportunidad, aquello que sentía. Pero una vez acabada

la autopsia, cuando salimos del tanatorio y nos encontramos de nuevo solos en el coche, su única observación fue:

—Por lo menos es un gilipollas que deja la firma. No le respondí en seguida. Hay quien cree que los policías nos volvemos perros insensibles, y es cierto que uno debe aprender a no absorber todo el dolor que le circunda, pero yo no he conseguido ni creo que sea demasiado útil prescindir de los sentimientos. Me hacía cargo de que en mi compañera, como mujer, lo que habíamos estado viendo producía efectos particulares dignos de mi consideración.

—Si el homicida es quien tuvo relaciones con ella

—precisé.

Chamorro me observó con cautela. Años atrás, pensé de nuevo, habría respondido más irreflexivamente a mi objeción. Pero ahora también ella se tomó su tiempo antes de volver a abrir la boca.

—Vale —admitió—. No hay desgarros y no tiene por qué ser una relación forzada con violencia. Pero pudo haber intimidación. Y tampoco una relación consentida excluye un posterior…

—Desde luego que no —concedí—. Tienes razón, alguien ha firmado y eso es algo, que bien podríamos no tener nada. Son las once, camarada. ¿Volvemos a la escena del crimen o nos tenemos piedad y dejamos de jugar por hoy a los policías? No sé tú, pero yo estoy reventado.

—La escena del crimen está vista —dijo Chamorro—.

Los que ahora tienen que lucirse allí son los de criminalística, levantando buenas huellas si las hay. ¿O es que piensas echarles una mano en eso? Parecía haber hecho una pregunta inocente, sin ninguna intención. Pero, al cabo del tiempo, podía percibir la mordacidad de mi compañera aun cuando la manifestara veladamente, como era el caso.

—Ya me conoces, Virginia. Sólo me gustan los trabajos meticulosos cuando tienen algo artístico. No me tira mucho limpiar manchas.

—Pues entonces…

—No vas a chivarte del escaqueo, ¿no?

—¿Para qué? Podrían ponerme a trabajar con un jefe

todavía más rancio y más machista que tú, así que no

creo que me interese.

—¿Soy rancio? ¿Soy machista? —pregunté, con sincero

estupor.

—Tienes cuarenta años, y ya empieza a fastidiarte, aunque no te des cuenta, que otros más jóvenes se vayan haciendo con el mundo. Y eres un hombre, así que no tienes más remedio que ser machista. Bueno, podrías ser gay, o metrosexual, pero tampoco acabo yo de estar segura de que a una mujer le convenga más trabajar con eso. Los machistas sois más predecibles, y si se sabe llevaros, mucho más manejables. Hice ademán de sujetarme al volante.

—Coño, Chamorro, ¿te has tomado algo?

—Coca-Cola Light, de máquina. No sé si le ponen algo en el tanatorio para animar a los deudos, pero yo no he notado nada raro.

—Me vas a permitir que prepare mi defensa para otro momento, porque ahora estoy hecho unos zorros. Pero creo que nunca he ofendido tu dignidad femenina. Incluso estoy dispuesto a recomendar que si algún día tienes un hijo, y hasta dos o tres, no te echen de la unidad.

—Si algún día tengo un hijo, ya me iré yo. Pero por ahora no necesito que te desgastes al respecto.

—Pues no te duermas, no vaya a pasarse el arroz. Mi compañera esbozó la primera sonrisa de aquel día.

—Qué respetuoso de mi dignidad femenina es ese comentario.

—Sólo me preocupo por ti. Los treinta están ya encima…

—No te preocupes tanto. Ahora las mujeres somos fértiles durante más tiempo. Al contrario de lo que sucede con la fertilidad de otra cosa, que parece que va disminuyendo sostenidamente.

—Yo ya he acreditado mi aptitud una vez. Y no estoy por repetir. Debo salir adelante con un sueldo modesto.

—Qué bien tener esa coartada.

—Vale —resumí—, llegados a este punto sólo me queda arrestarte o invitarte a una caña y alguna ración de algo, dondequiera que sea posible encontrar eso a esta hora en este pueblo. Sabes que me repugna abusar del mando, así que, y sólo a condición de que no te me pongas burda y lo interpretes como acoso sexual, ¿me permites invitarte, mi cabo?

—Vamos, tira y deja de chinchar —replicó, relajando el gesto. Meneé la cabeza.

—Ay, Chamorro, con lo disciplinada, lo prudente y lo modosita que eras al principio, cómo te estoy malcriando.

—Tranquilo, me malcría la vida.

—Bien, pero mañana conduces tú —dije, mientras arrancaba—. No por nada, sino porque soy un machista y se me pone en los cojones.

—Atus órdenes siempre —se sometió, con dulce mansedumbre.

—Mejor así. Y ahora vamos a ver dónde nos dejamos envenenar.

Portada de 'La Reina del espejo' de Lorenzo Silva
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