¿Se puede detectar la polución de las aguas atendiendo a las señales de peligro que emite la naturaleza?
Tenemos el caso de las mareas rojas; un fenómeno que se origina de manera natural y que produce un incremento de toxinas contaminantes para las aguas


Wilbur Smith (1933-2021) fue un escritor de novelas de aventuras, un bestsellero que combinaba la acción narrativa con escenarios de lujo y riqueza. En una de sus novelas, la titulada Como el mar (Duomo), nos presenta a una chica que es bióloga y que trabaja en un laboratorio casero instalado en la costa, donde experimenta con especies indicadoras de contaminación marítima. Para ello ha habilitado una serie de depósitos que son lo más parecido a acuarios de cristal sobre los que hay proyectado un complejo andamiaje de espirales, botellas y cables.
De esta manera, tal y como asegura ella, el coste siempre es menor que si se utilizan métodos espectrofotométricos. Hay que señalar que dichos métodos resultan muy útiles para detectar y cuantificar contaminación por metales, no sólo en abundancia, sino también en bajas concentraciones. El espectrofotómetro es una herramienta de análisis óptico que permite medir la absorción de luz en una muestra de agua. Con todo, lo que nos viene a contar aquí el personaje de la bióloga es que, de manera rudimentaria, poniendo el ejemplo de la almeja que vive en uno de los depósitos -una Spisula solidissima- se activa un detector de polución marina de lo más sencillo y rudimentario.
Se trata de un método que alcanza la sabiduría de la gente de la mar, la gente que sale a pescar y detecta la polución de las aguas interpretando las señales de la naturaleza cuando se manifiestan en ciertas especies, ya sean moluscos como el mejillón o crustáceos como el cangrejo. Por ejemplo, son señales de toxicidad un incremento de los cangrejos muertos o el comportamiento nervioso de algunos peces debido a la floración de algas que disminuye el oxígeno del agua.
Tenemos el caso de las famosas mareas rojas, llamadas así porque el mar se tiñe de este color, un fenómeno tóxico que se origina de manera natural y que produce un aumento de microalgas que liberan toxinas contaminantes, como sucedió en Vigo cuando, en octubre de 1976, se produjeron intoxicaciones por mejillón de batea. Aunque no hubo marea roja durante los días que precedieron a la intoxicación, sí que se pudo percibir -en algunas noches del mes de agosto- un fulgor verdoso a lo largo de la costa de la ría de Corcubión. Por lo visto, el origen del envenenamiento fue un organismo unicelular denominado Gonyaulax tamarensis, un género de dinoflagelado tóxico que elabora una neurotoxina paralizante que penetra en los tejidos del mejillón, como parece ser que ocurrió en la costa gallega en 1976; un suceso que se convierte en figura literaria si atendemos a la casualidad y a sus metáforas, pues, mientras tenía lugar el fulgor verdoso, Wilbur Smith estaba en su residencia de Sudáfrica escribiendo la novela que hoy nos ocupa, una historia marítima donde la ecología y la contaminación de las aguas -no precisamente por fenómenos naturales- va dominando su lectura a medida que avanza la trama entre el egoísmo monetario y la defensa de los recursos naturales.
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