La tragedia del Titán y la espiral del caparazón del molusco
El suceso del sumergible Titán nos traslada hasta ese otro sumergible ideado por Julio Verne en su novela ‘Veinte mil leguas de viaje submarino’, y que fue bautizado con el nombre de un molusco cefalópodo: ‘Nautilus’
El sumergible siniestrado en las aguas del Atlántico Norte era una cápsula de pequeñas dimensiones donde entraban cinco personas, cuatro pasajeros y un piloto. Como se sabe, todas perdieron la vida tras la implosión catastrófica.
La poca fortuna de su último descenso nos conduce hasta nuestras primeras lecturas, aquellas en las que aparecía un submarino manejado por el Capitán Nemo, personaje envuelto en el misterio que recorre las profundidades marinas con intenciones no solo científicas, sino también políticas.
Antes de que el Comandante Costeau nos desvelara los misterios de los mares, Julio Verne nos sumergió en esa parte del mundo que tanto se identifica con el inconsciente. Lo hizo con ayuda de la ficción, transportándonos en un submarino que forma parte del imaginario colectivo y al que bautizó como Nautilus, nombre muy acertado, tal y como nos cuenta Caspar Henderson en El libro de los seres casi imaginarios (Ático de los libros), publicado hace unos meses.
Siguiendo el modelo del bestiario medieval, el periodista Caspar Henderson nos lleva de viaje por otros mundos que están contenidos en este, y nos señala ajolotes, esponjas, arañas saltadoras, osos de agua, diablillos espinosos y hasta más de una veintena de seres vivos que jamás podríamos haber imaginado que existieran. Entre ellos está el Nautilus, un molusco cefalópodo que no ha abandonado su caparazón por ser precisamente la envoltura que lo mantiene a flote gracias a sus cámaras internas que él mismo llena de gas o de líquido, dependiendo de la profundidad donde elija estar.
Caspar Henderson nos cuenta que los antepasados de este molusco ―los antiguos nautiloides― usaban sus tentáculos con tanta eficacia que fueron los principales depredadores de los fondos marinos del periodo Ordovícico, periodo que comenzó hace aproximadamente 488 millones de años y duró hasta hace 443 millones de años.
Llegados aquí, gracias a la imaginación, podemos alcanzar aquellos tiempos, cuando la Tierra giraba sobre su eje a mayor velocidad que ahora, cuando el día tenía veintiuna horas y el año cuatrocientos diecisiete días, y la Luna quedaba tan cerca que las mareas eran más altas, lo que condicionaba “el ritmo de crecimiento de los organismos marinos”, según explica Caspar Henderson en el capítulo dedicado al Nautilus, donde aparece el relato de Italo Calvino titulado La distancia de la Luna del cual hablaremos en otra ocasión.
Porque en la actualidad, el Nautilus consta de veintinueve laminaciones por cámara, lo que corresponde al mes lunar. Pero parece ser que en los tiempos del Ordovícico tenía cerca de nueve láminas, lo que nos lleva a pensar que el mes lunar duraba ese tiempo. Esto es solo un detalle, una curiosidad científica salpicada de literatura, una de tantas que podemos encontrar en este libro de divulgación que transpira amor por la naturaleza en cada una de sus páginas.
Con su lectura, comprendemos que el entorno es también una de las partes esenciales de un ser vivo, y también comprendemos que si trasladamos a cinco personas al entorno claustrofóbico de una cápsula sumergible, la probabilidad de que la cápsula implosione tras su inmersión se corresponde con el grado de credibilidad del suceso antes de que el suceso ocurra. Y aquí nadie se podía creer que lo ocurrido podría ocurrir. Por eso mismo, lo ocurrido forma ya parte de la crónica de sucesos.
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