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Los volcanes que cambiaron la historia de la humanidad: Krakatoa, Santorini, Eyjafjallajökull, Vesubio…

Las grandes erupciones volcánicas han tenido un efecto global en el planeta más allá del lugar donde se produjeron

Imagen del filme 'Krakatoa, este de Java', que recrea la erupción de este volcán indonesio en 1883.
Imagen del filme 'Krakatoa, este de Java', que recrea la erupción de este volcán indonesio en 1883.Universal History Archive (Universal Images Group via Getty)

La erupción de un volcán en un remoto rincón de Islandia, de nombre difícilmente pronunciable fuera de la isla nórdica, Eyjafjallajökull, provocó en 2010 la paralización de las comunicaciones aéreas en toda Europa. Aquella inmensa nube de cenizas simboliza hasta qué punto las grandes explosiones volcánicas son fenómenos globales, con consecuencias que van mucho más allá del lugar en el que se producen. Hace unos 75.000 años un volcán estuvo a punto de acabar con la humanidad naciente, otra erupción hace 200 años dejó al mundo sin verano y desencadenó el mito de Frankenstein además de una tremenda hambruna global, por no hablar del Vesubio y la destrucción de Pompeya hace 20 siglos. Hay pocos desastres naturales que hayan tenido una influencia tan profunda y duradera en el devenir de la humanidad.

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Las imágenes de la erupción que empezó el domingo en la isla de La Palma, la primera en superficie en España desde 1971, encarnan de nuevo el poder destructor de la naturaleza. Puede parecer un pequeño pie de página en la larga historia de los volcanes, pero para aquellos que han perdido sus propiedades o que se enfrentan en vivo a su fuerza desatada en forma de ríos de lava no lo es absoluto. “¿Por qué construir una ciudad en un lugar donde el peligro es tan evidente?”, se plantea sobre Pompeya Lucy Jones en su ensayo Desastres. Cómo las grandes catástrofes moldean nuestra historia (Capitan Swing), una cuestión que vale tanto para la ciudad romana como para Nápoles, Tokio, Seattle, Yakarta y, naturalmente, las islas Canarias. Se trata de lugares, en algunos casos tremendamente poblados como las grandes megalópolis japonesa e indonesia, situados en zonas de alta actividad volcánica.

Reconstrucción digital de una calle de Pompeya durante la erupción
Reconstrucción digital de una calle de Pompeya durante la erupciónGrand Palais

“Cuando no está en erupción, un volcán es un gran hogar”, responde Jones en su ensayo. “Los suelos volcánicos son porosos, ricos en agua y nutrientes y muy fértiles. Es frecuente que la deformación de las rocas en torno a los volcanes cree puertos naturales y valles fáciles de defender. La tectónica de placas te garantiza que volverá a producirse un episodio, pero qué generación sufrirá la erupción de mayor envergadura es cosa del azar”. Eso explica por qué las erupciones volcánicas pueden tener efectos devastadores inmediatos –como ocurrió por ejemplo en las ciudades que rodean al Vesubio en el año 79 de nuestra era, en el que seguramente es el desastre natural más famoso e investigado de la historia–, pero sus consecuencias van mucho más allá del lugar mismo donde se produce la explosión. Y pueden ser tan graves como para poner en peligro la existencia misma de la humanidad.

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El título de un libro del experto Donald R. Prothero resume perfectamente las consecuencias de la explosión del volcán Toba, situado en la actual Indonesia, hace unos 75.000 años: When Humans Nearly Vanished (Smithsonian), que puede traducirse como “Cuando los humanos estuvieron a punto de desaparecer”. “La erupción del monte Toba liberó la energía de un millón de toneladas de explosivos”, escribe Prothero, “cuarenta veces más que la bomba de hidrógeno más grande que el ser humano haya construido, más de 1.000 veces más potente que el Krakatoa y 3.000 veces más potente que la erupción del Monte Saint Helens en 1980”. En el caso del Krakatoa, en 1883, la explosión se oyó en Australia, a miles de kilómetros, y el planeta no recuperó la normalidad climática hasta cinco años después. Los efectos del Toba fueron mil veces más fuertes.

Cráter del volcán Tambora, en Indonesia, cuya erupción provocó que en 1816 no hubiese verano en Europa.
Cráter del volcán Tambora, en Indonesia, cuya erupción provocó que en 1816 no hubiese verano en Europa.Yus Iran / EyeEm (Getty Images/EyeEm)

Aquella erupción hizo que las temperaturas en todo el planeta descendieran entre tres y cinco grados, lo que produjo lo que los científicos llaman un cuello de botella genético que puso en peligro la capacidad para sobrevivir de nuestra especie. “Muchos genetistas y arqueólogos creen que la catástrofe del Toba estuvo a punto de acabar con la raza humana, ya que sostienen que solo sobrevivieron entre 1.000 y 10.000 parejas reproductoras en todo el mundo”, prosigue Prothero.

Paradójicamente, sostiene Martin Meredith en su libro Born in África. The Quest for the Origins of Human Life (Simon & Schuster) –”Nacido en África. La búsqueda de los orígenes de la vida humana”–, esta situación crítica obligó a la humanidad “a innovar, a crear nuevas herramientas, a formar sociedades más complejas y convertirse en cazadores recolectores más eficaces”. También provocó una gran migración fuera de África. Toba estuvo a punto de acabar con nuestra especie, pero seguramente sin esa explosión descomunal no hubiésemos vivido una revolución tecnológica que se prolonga hasta nuestros tiempos. Se trata de una hipótesis discutida por algunos expertos, pero que refleja hasta qué punto los volcanes representan un desafío para la humanidad desde sus orígenes.

Erupción del volcán Eyjafjallajökull, en Islandia, en 2020.
Erupción del volcán Eyjafjallajökull, en Islandia, en 2020.Ingólfur Bjargmundsson (getty images)

Otros volcanes europeos, como Santorini y la llamada Erupción Minoica hace 3.500 años, que seguramente dio lugar al mito de la Atlántida, y naturalmente el Vesubio y la destrucción de Pompeya y Herculano, tuvieron una importante influencia en la Antigüedad. De hecho, como cuenta Daisy Dunn en su reciente ensayo Bajo la sombra del Vesubio (Siruela), el hecho de que Plinio el Joven, el gran naturalista romano, fuese testigo de la explosión cerca de la costa napolitana, en la que murió su tío, Plinio el Viejo, cambió completamente la vulcanología. Desde entonces, los volcanes no han dado tregua a Europa.

El 5 y el 10 de abril de 1815, el monte Tambora, situado también en Indonesia, estalló y provocó una nube de cenizas que envolvió todo el planeta. Resulta imposible saber cuántas personas murieron directa o indirectamente, aunque historiadores como Brian Fagan hablan de casi 100.000 en la mayor erupción en 2.000 años. El efecto sobre el clima fue tremendo: en 1816 no hubo verano y un grupo de amigos aprovechó aquel gélido estío para contarse cuentos de terror en una casona en Suiza a orillas del lago Leman. Así nació el mito de Frankenstein, en cuyo prólogo Mary Shelley habla de un “verano húmedo y riguroso”. Aquel monstruo surgió de una gran explosión volcánica para recordarnos hasta qué punto el clima del planeta se sostiene en un delicado equilibrio, que ya no solo rompen los volcanes sino los propios humanos.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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