¿Cuándo es de día? ¿Y de noche? Seis semanas bajo tierra en una cueva en Francia, sin reloj ni conexión
Un proyecto dirigido por el explorador Christian Clot busca entender el efecto en el cerebro y en la percepción del tiempo de un confinamiento largo
Primero fue el desconcierto. Las personas que acaban de salir de la cueva después de 40 días encerradas estaban convencidas de que habían estado menos tiempo dentro. Una persona creía que el encierro había durado 23 días. Otras 30, o 32. Después llegó el deslumbramiento al regresar a la superficie. Más tarde, la adaptación a la rutina tras una experiencia fuera de lo común.
“Mi primera sensación al salir fue auditiva: el sonido de los pájaros. En la gruta el único sonido son las gotas que caen. La otra sensación fue la luz de la naturaleza, muy viva: el verde, el azul del cielo”, describe Marie-Caroline Lagache, joyera de profesión que, entre el 14 de marzo y el 24 de abril, convivió junto a otras 14 personas de entre 27 y 50 años en la Gruta de Lombrives, en el sur de Francia. El deslumbramiento, literal, duró un tiempo. “Me dejé las gafas de sol puestas durante unas dos semanas”, dice Lagache.
El proyecto ―parte de experimento científico y de aventura: quién sabe si dará ideas a algún productor de reality shows― consistía en pasar seis semanas bajo tierra sin conexión con el exterior, sin reloj, nada que pudiese darles una pista sobre si era de día o de noche. Confinarse y observar los efectos en sus cuerpos y cerebros: esta era la misión del proyecto, bautizado como Deep Time (Tiempo profundo), y financiado en parte por patrocinadores privados, con un coste de un millón de euros.
El director, Christian Clot, explorador y adicto a experiencias extremas, tuvo la idea en plena pandemia. “En Francia”, dice, “mucha gente perdió la noción del tiempo”.
Cuando bajaron a la gruta, las sensaciones eran extrañas. Lagache recuerda: “Fue difícil adaptarse a la temperatura y a la humedad: 10 grados centígrados no es mucho frío, pero con un 100% humedad y en un estado de inmovilidad como sucedía en muchos momentos, el frío se siente aún más”. Y añade: “No tener reloj ni noción alguna de la hora resulto agradable. Uno escucha su propio ritmo biológico: despertarse cuando se quiere y acostarse cuando se tiene sueño”.
“Los días los contábamos desde el momento que nos íbamos a dormir a la siguiente vez que volvíamos a dormir”, apunta Clot. “En el momento de salir, yo había pasado 30 días”. Lagache, por su parte, creía había pasado 31. En realidad fueron 40. Esto significa que, para ellos, el ciclo de un día duraba más que las 24 horas del mundo de arriba.
“No me aburrí nada”, dice Lagache. Había que organizar la vida del campamento: evacuar los desechos, pedalear para producir energía, organizar la alimentación, explorar la gruta. Y la tarea más importante: recoger datos que después procesarían los científicos. Los miembros de la expedición rellenaban un cuestionario al despertarse, comer y acostarse. Algunas noches dormían con electrodos. Antes entrar y al salir, se escanearon sus cerebros para observar las modificaciones durante el encierro, y se les sometió a test cognitivos.
“El organismo se adaptó a un ciclo más largo. Veremos si este aumento del ciclo responde esencialmente a las fases de vela o a las de sueño”, dice el neurobiólogo Étienne Koechlin, director del laboratorio de ciencias cognitivas de la Escuela Normal Superior y responsable de uno de los múltiples proyectos científicos asociados a Deep Time. ¿Durmieron más? ¿O estuvieron más tiempo despiertos? ¿O ambos? Esto es uno de los enigmas por resolver.
“Queremos entender cómo la pérdida del ciclo circadiano, es decir, del ritmo día/noche solar, afectará al cerebro y a las funciones cognitivas que se le asocian”, explica Koechlin. El neurobiólogo cita experiencias anteriores de Christian Clot en ambientes extremos. “Sabemos que, a partir de un periodo de un mes, hay una plasticidad cerebral: el cerebro se adapta”, dice. “En algunas regiones aumenta la densidad de la materia gris, y así se vuelve más funcional y eficaz, y en otras la materia gris decrece”.
“El organismo se adaptó a un ciclo más largo. Veremos si este aumento del ciclo responde esencialmente a las fases de vela o a las de sueño”
Lo que observó en aquellas experiencias con Clot fue que aumentaba la materia gris en la corteza premotora, la región del cerebro que se ocupa de los movimientos. Era lógico, pues se trataba de expediciones físicamente exigentes. Al mismo tiempo, la materia gris descendía en la región del cerebro asociada a la memoria episódica, la que nos lleva a recordar que nos hemos cruzado con alguien unas horas antes. Esto se explica porque Clot podía pasar un mes en solitario en el desierto, sin ver a nadie ni sin que nada sucediese, lo que debilitaba el recuerdo de los acontecimientos puntuales.
Los resultados serán distintos en la gruta: los participantes son un grupo y en una posiciones más o menos estática, con pocos movimientos. Pero las implicaciones son similares. “Hoy, en medicina, se parte del principio de que todos tenemos el mismo cerebro, vivamos donde vivamos, en la ciudad o en el campo, si usted trabaja de noche o de día”, expone Koechlin. “Y muy probablemente no sea así”.
Las lecciones, según Clot, pueden servir para situaciones extremas que los humanos quizá afronten en el futuro, por el cambio climático por ejemplo, o si se coloniza la Luna. Pero ha habido una situación más reciente, un reflejo planetario de lo que ocurrió en la Gruta de Lombrives.
¿Habrá cambiado nuestros cerebros el confinamiento por la pandemia? “Sin duda”, responde Koechlin. “Fue el confinamiento el que nos dio la idea de esta expedición”.
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