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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La peste y el horror al vacío

En las conversaciones privadas, son mayoría los que llaman a frenar la alarma, pero muchos de ellos ya han pasado por la farmacia porque la razón estadística nunca ha sido suficiente para calmar la sinrazón

Josep Ramoneda
Una persona con mascarilla, en el exterior del Clínic.
Una persona con mascarilla, en el exterior del Clínic.m. MINOCRI

Era Albert Camus quien decía que la mejor manera de tener a la gente junta es, todavía, enviarle una peste. És indudable que el miedo es un eficaz instrumento para garantizar la servidumbre voluntaria. Y del miedo a la angustia hay un corto trecho, con efectos exponenciales en la construcción de depósitos colectivos de irracionalidad. Cuando en un horizonte lejano aparece un virus desconocido el pánico cunde y se agotan las mascarillas y los líquidos protectores. Se suspenden viajes y encuentros. Y el otro —el que pasa cerca— se convierte automáticamente en un peligro, contribuyendo así a agrandar la distancia física entre las personas, en unos tiempos en que las pantallas operan como poderosos muros transparentes: juntos pero guardando las distancias.

Todo es tan irracional que, mientras el pánico modelo Covid-19 conquista al mundo, miles de ciudadanos —más de 6.000 según los expertos— morirán este año, como los anteriores, por otro virus, el de la gripe de temporada, sin que se produzca ninguna señal de angustia colectiva. Confirmando de este modo que el ser humano asume con toda naturalidad lo que se ha convertido en habitual. La gripe forma parte del paisaje y sus muertos tienen la consideración de figurantes de un entorno conocido, con lo cual su destino se asume con resignada naturalidad. El hombre raramente cuestiona lo que se ha hecho toda la vida o lo que ha ocurrido siempre. Es la amenaza nueva la que engendra desconcierto y provoca reacciones insólitas en personas perfectamente racionales en otros muchos ámbitos de su vida. En las conversaciones privadas, son mayoría los que dicen que hay que frenar la alarma, pero muchos de ellos ya han pasado por la farmacia porque la razón estadística nunca ha sido suficiente para calmar la sinrazón. Todo es raro: el miedo por una amenaza remota (vestida en este caso con las fantasías qua acompañan a todo lo que viene de este territorio misterioso que es el lejano Oriente) y la indiferencia ante los miles de personas —la mayoría ancianos— que mueren cada año por la gripe, asumida como un ritual de nuestra precariedad.

La amenaza nueva engendra desconcierto y provoca reacciones insólitas en personas racionales

Pero precisamente porque hay conciencia del desajuste entre la amenaza y las reacciones, porque mucha gente asustada es todavía capaz de interrogarse sobre su propio pánico porque se siente incómoda ante conductas que en el fondo sabe que son desproporcionadas hay que encontrar la manera de justificarlas. Y automáticamente se despliega uno de los recursos preferidos de la condición humana: las teorías conspirativas, que en nuestras tierras han encontrado históricamente alimento en la perfidia de Satán. Un recurso inventado para explicar lo inexplicable: que un Dios bondadoso permitiera las atrocidades que habitan la experiencia humana. De modo que la pregunta inmediata es quién hay detrás, quiénes son los diabólicos personajes que nos han lanzado la peste encima y qué pretenden.

Una de las últimas teorías que he oído, es que es una operación para reducir la población anciana y, por tanto, los costes en sanidad. Cualquier cuento sirve para buscar un culpable como forma de tranquilizarnos. Borges lo contó de maravilla: lo que nos asusta es que el centro del laberinto este vacío, preferimos que el Minatouro lo habite porque así tenemos un responsable de nuestra suerte. Ver poderosas fuerzas ocultas detrás del coronavirus en el fondo nos tranquiliza. Y al mismo tiempo debilita la respuesta: en vez de plantar cara al pánico, nos columpiamos en las teorías conspirativas, a la búsqueda del malvado universal.

Si realmente se cree que todavía tiene sentido el discurso emancipatorio, el que pretende armar al hombre para que progrese en el control de su precaria aventura sobre la tierra, hoy tocaría militar contra el miedo al coronavirus. Y aquí la inseguridad de la especie se hace visible no sólo en la calle sino en la cumbre de la pirámide: en los poderes políticos, económicos y mediáticos. ¿Por qué se contribuye a generar el miedo? Seguro que lleva razón Camus: el miedo sirve al poder para dominar al personal. Pero los que mandan son de la misma pasta que los demás: seres precarios y miedosos que participan del horror al vacío de la mayoría. Y gesticulan no tanto para tranquilizar a la ciudadanía como para tranquilizarse a sí mismos, por miedo a que las cosas vayan a peor y las desgracias se atribuyan a su impotencia.

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