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LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

La Dama del unicornio está de obras en casa

Los famosos y misteriosos tapices del Museo de Cluny de París siguen seduciendo al visitante pese a la radical reforma que acomete el centro

Jacinto Antón
Una mujer, ante el tapiz principal de La Dama del unicornio, en el Museo de Cluny, en París.
Una mujer, ante el tapiz principal de La Dama del unicornio, en el Museo de Cluny, en París.

Desde hace años, mi cita inexcusable cada vez que viajo a París es con una mujer, lo que es lógico si se piensa que es París. Bueno, en realidad es con una mujer y su unicornio, lo que ya no resulta tan habitual y puede sonar incluso algo excéntrico. Se trata, claro, de la Dama del unicornio protagonista de la serie de seis excepcionales tapices que se exhiben en el Museo de Cluny, el Museo nacional de arte medieval de la ciudad, y que cautivan la imaginación de todo el que los conoce, desde Rilke a Victoria Cirlot, pasando por Tracy Chevalier que les dedicó una novela (La dama y el unicornio, Alfaguara, 2004). En los tapices, una enigmática mujer aparece junto a un unicornio y otros animales en unas escenas que han sido interpretadas como alegorías de los sentidos y que culminan en la obra más impactante y misteriosa, con la Dama al parecer preparándose para recibir a alguien, ante un pabellón abierto, bajo una inscripción que reza: “A mon seul désir”. El otro día tuve la grata sorpresa de que el hotel en el que me alojaba estaba justo al lado del museo, de tal forma que era casi como si pudiera dormir con la dama, un pensamiento que me mantuvo despierto hasta altas horas y se metamorfoseó luego en sueños tan extraños como incandescentes. A la mañana siguiente me precipité hacia el Museo de Cluny sin más preámbulo que un café rápido y, absurdamente, haberme tratado de acicalar lo mejor posible para causar buena impresión. “Es un tapiz, no una cita, idiota”, me repetía al afeitarme sin poder contener los nervios.

Llegado a la puerta del recinto, un pequeño y maravilloso château en medio de París, la vieja residencia de los abades de Cluny cuando viajaban a la capital, me llevé la sorpresa de que estaba cerrada, y no me abrieron ni golpeando a la puerta como si fuera Guillermo de Baskerville o el Beato de Liébana. Resulta que el museo está en obras y no se entra por la puerta tradicional frente a la placita ajardinada de Paul Painlevé sino por un acceso nuevo más próximo al bulevar Saint-Michel. Cuando lo ví casi me da un pasmo: la romántica entrada por la muralla, el patio adoquinado, con su pozo y la torre, que ya iba creando ambiente para llegar hasta la Dama, se ha sustituido por el acceso a través de un edificio moderno de nueva planta construido por el arquitecto Bernard Desmoulin, que se ha quedado a gusto. Pero es que además, mientras dure la rehabilitación del museo (prevista hasta 2021), solo se puede hacer una visita parcial del lugar y la colección.

Entré con el alma encogida en el edificio nuevo, muy diáfano, muy accesible, con rampas, ascensores y su arco de seguridad y todo. No diré yo que estás cosas no se hayan de hacer pero cada vez me entristece más ver cómo los viejos lugares amados se van disolviendo (probablemente como nosotros mismos) en aras de la modernidad y la racionalidad. Me pasó igual con el National Army Museum de Londres, otro de mis lugares favoritos del mundo, en Chelsea, aunque ciertamente menos monástico que Cluny.

La parte antigua del Museo de Cluny.
La parte antigua del Museo de Cluny.

Actualmente en el museo parisino la visita es muy limitada. Es cierto que las termas romanas, visitables debajo de la parte nueva, quedan revalorizadas, pero de momento no puedes acceder a la mayor parte del edificio medieval incluidos el patio y la preciosa capilla del gótico flamígero donde parecía que estuvieran siempre a punto de encontrar el Grial o matar a santo Thomas Beckett. Es una lástima porque hoy en día el gótico de Cluny proporcionaría consuelo después de lo de Nôtre Dame (que eso si ha sido gótico flamígero). Se ha reunido en el primer piso del nuevo edificio una pequeña selección de obras de la colección bajo el apelativo Trésors y que incluye alguna adquisición reciente.

Me ha dado especial pena ver que la tienda y librería del museo, que estaba instalada en la torre de entrada del viejo edificio y era un lugar de un hechizo infinito, con aquel suelo de madera que crujía, el pequeño ventanal y la música medieval sonando todo el rato, haya sido trasladada al nuevo edificio y convertida en un espacio funcional sin ningún encanto. Haciendo de tripas corazón, pregunté en taquilla por la Dama, esperando lo peor, que hubiera aprovechado para marcharse de vacaciones o que la mostraran en un espacio “contemporáneo”.

Fueron quedándose callados y el arrobamiento contemplativo ponía una nota concupiscente en sus facciones adolescentes. Se marcharon dejando en el aire un aroma de sudor joven especiado de hormonas

Para mi alivio (y supongo de todos sus admiradores y adoradores), la Dama sigue en casa y se exhibe de la misma manera: en su sala en penumbra con los tapices dispuestos en las paredes alrededor y un asiento en el medio por si te acomete, lo que no es inusual –le pasó a Mérimée-, un ataque de síndrome de Stendhal ante tal despliegue de belleza e irradiación emocional. La única diferencia es que antes de acceder al oscuro pasaje iniciático que lleva a su sala pasas por otra nueva en la que se exhibe la pequeña exposición temporal Les cinq sens, un écho a La Dame à la licorne, con una serie de objetos relacionados con los sentidos y, en un guiño de agradecer, un colmillo de narval, el extraño apéndice del mamífero marino que en la Edad Media se creía que era un cuerno de unicornio. .

Finalmente entré en el mundo de la Dama y de nuevo en el túnel oscuro de acceso sentí el vértigo familiar del reencuentro. Al desembocar en la sala volví a quedar boquiabierto y al borde de las lágrimas. Ahí estaba Ella en sus diferentes plasmaciones, en su jardín millefleur, más allá del tiempo y del espacio, sublime, infinitamente seductora, lejana y a la vez tan invitadoramente próxima. Me senté ante el tapiz central imaginando –ingenuamente- que las puertas de la tienda de la Dama, sus labios, se abrían para mí, que era a mí a quien aguardaba, que era yo su enunciado “seul désir”, su Lancelot. Me quedé largo rato mirando con la mitad de la mente abismada en la contemplación y la otra tratando de descifrar a lo Robert Langdon de El Código da Vinci el secreto de lo representado. Pasaron los minutos, luego las horas. La gente entraba y salía de la sala. A ratos me quedaba solo con la Dama (y la vigilante que no me quitaba ojo de encima). Los visitantes en general guardaban un silencio asombrado y respetuoso. Incluso un inicialmente revoltoso grupo mixto de adolescentes en una visita escolar parecieron impresionados por el extraño poder de los tapices. Fueron quedándose callados y el arrobamiento contemplativo ponía una nota concupiscente en sus facciones. Se marcharon dejando en el aire un aroma de sudor joven especiado de hormonas.

Yo miraba y miraba embriagándome de la Dama, sin conseguir saciarme de su presencia. “Il ne me reste rien de moi-même/ J’ai tout perdu dans l’Amour”, musité hechizado como la ardiente visionaria Hadewijch de Bravante. Caí en la cuenta de que no podía moverme, como atrapado en un agujero negro incongruentemente lleno de resplandor. Por un momento temí no poder marcharme nunca y entrar a formar parte de la escena como el unicornio. Entonces una mujer me pidió tímidamente si podía hacerle una foto de espaldas ante el tapiz y se rompió el hechizo. La miré al rostro en la penumbra de la sala y me sonrió de la misma manera enigmática y ambivalente de la Dama. Fuera, todo era París.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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