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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La última palabra

La petición de la Abogacía del Estado y, sobre todo, la de la Fiscalía en el juicio del 'procés' son sobrecogedoras por su severidad

José María Mena

Se acabaron las sesiones del juicio oral del procés. Ha sido un juicio larguísimo, cuya conducción por el presidente Marchena no ha sido fácil, y no ha podido ser del agrado de todos. A parte de puntuales insuficiencias o excesos de fiscales y abogados, y también del presidente, debemos felicitarnos por la transparencia procesal y la corrección formal con que, globalmente, ha transcurrido. Finalmente llegó el momento de la última palabra, previsto en la ley como ocasión solemne en que cada acusado tiene la oportunidad de autodefenderse. Es el momento de las alegaciones extrajurídicas y personalísimas de los acusados, ya que las alegaciones jurídicas ya han debido ser expuestas hasta la saciedad por los abogados, como profesionales técnicos en Derecho. La ley establece que el presidente cuidará de que los acusados, en su última palabra, no ofendan a la moral ni falten al respeto, y “que se ciñan a lo que sea pertinente”. Deberemos convenir en que el presidente hizo un uso inusual, amplio y tolerante de esta autorización legal.

La última palabra de las sesiones del juicio oral no es, sin embargo, la última palabra del juicio. La última palabra del juicio la tiene el tribunal que dictará la sentencia firme y definitiva. Deberá atender y elegir entre las peticiones absolutorias de las defensas, por más que algunas aceptarían una moderada condena por desobediencia, y las peticiones condenatorias de las acusaciones. La de VOX, estrafalaria, técnicamente inviable, no merece mayor atención. La de la Abogacía del Estado y, sobre todo, la de la Fiscalía son sobrecogedoras por su severidad. Recuérdese que las peticiones de 25, 17 o 16 años de cárcel sobrepasan las penas de prisión previstas para un homicida (de 10 a 15 años) o para un violador (de 6 a 12 años). Y, además, la Fiscalía pretende que el tribunal ordene que los acusados, si son condenados, no puedan alcanzar el tercer grado de cumplimiento de la condena hasta que cumplan la mitad de la pena, o sea que no puedan alcanzar el régimen de semilibertad hasta pasados ocho o doce años. Ante tanta severidad y tanto rigor mucha gente se pregunta por qué y para qué. Las respuestas dependen de criterios ideológicos, políticos, pasionales, o de criterios jurídicos nunca totalmente asépticos.

Los penalistas clásicos señalaron que los fines de la pena son dos: la retribución al condenado, como escarmiento y corrección, y la intimidación general a los ciudadanos al ver la certeza de la eficacia del castigo. La Constitución no habla de estos clásicos fines de la pena. Solamente dice que las penas privativas de libertad estarán orientadas hacia la reeducación y la reinserción social. Si el tribunal condena a los acusados del “procés” y, sobre todo, si atiende a los criterios severísimos de la Fiscalía, el debate sobre los fines y la orientación de las penas está servido.

El tratamiento penitenciario, si hay condenas de prisión, no podría tender a cambiarles sus convicciones ni su voluntad de llevarlas a la práctica. Sería una violación de la libertad ideológica y de la dignidad de la persona

Según las acusaciones, los acusados intentaron llevar a la práctica política su convicción política mediante unos medios políticos parlamentarios, gubernativos y cívicos, con infracción de las leyes y los mandatos judiciales. Por estas infracciones han sido acusados como delincuentes, sin más adjetivos. Por aquellas convicciones ellos y su entorno político y social se consideran delincuentes políticos. Esta última adjetivación es irrelevante para la aplicación de la ley penal. Pero, en todo caso, según sus propios alegatos, son delincuentes por convicción y ello tiene trascendencia a la hora de plantear los fines y la orientación de las penas que, posiblemente, se les impongan.

Hace casi un siglo que los teóricos alemanes señalaron que los delincuentes por convicción pueden y deben ser castigados, si lo merecen, pero no pueden ser torcidos en sus convicciones. Por ello proponían un trato penitenciario benévolo, con excepción de los terroristas. Esta reflexión sigue siendo válida hoy, más aún vistos los discursos de las últimas palabras, carentes de contrición y sometimiento. El tratamiento penitenciario, si hay condenas de prisión, no podría tender a cambiarles sus convicciones ni su voluntad de llevarlas a la práctica. Sería una violación de la libertad ideológica y de la dignidad de la persona, fundamento del orden político y de la paz social, como proclama la Constitución. Las penas, por lo tanto, no podrán tener más finalidad que el castigo, la retribución pura y dura a los condenados, y el escarmiento en cabeza ajena a quienes pretendieran seguir sus pasos. Al Tribunal Supremo no le corresponde resolver el problema de Cataluña, que no es nuevo, ni podrá hacerlo, porque la última palabra del juicio nunca será la última palabra del conflicto.

José María Mena fue fiscal en jefe del TSJC.

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