Un diamante en Bucarest
Un encuentro virtual con la traductora de Rodoreda en una librería de la capital rumana
El hombre resopla cuando la vigilante le pide que vacíe las dos cajas que lleva. Yo también me impaciento. Apenas hay cola para pasar el control de seguridad, pero se me antoja eterna. Observo con extrañeza que de las cestas saca coronas, pulseras y velos. Miro detrás del detector de metales y percibo un cartel escrito en rumano. Intuyo que anuncia un salón de trajes de novia, pero de todos modos abro el traductor del móvil. Y así es. “¿No es aquí la reunión del Eurogrupo?”, pregunto con inquietud. La vigilante asiente y me da una bandeja para pasar la chaqueta y la mochila por el escáner.
La perplejidad por toparme con ese salón en el Palacio del Parlamento de Bucarest dura apenas unos minutos. Los que tardo en subir dos de las plantas del segundo edificio administrativo más grande del mundo, solo por detrás del Pentágono. Ni dos cámaras legislativas, tres consejos, tres museos y salas de conferencias y convenciones bastan para llenar de actividad la obra más delirante ordenada por el dictador Nicolae Ceausescu.
Durante dos días, no hago sino recorrer dos inacabables pasillos iluminados por decenas de lámparas gigantes y entrar y salir de enormes y frías salas. Tras haber mandado la última crónica, voy directo a visitar la ciudad. Antes de salir de Bruselas me habían contado que a Bucarest se la conocía como el pequeño París. Pero poco rastro queda de sus semejanzas con la capital francesa. Acaso el Arco de Triunfo, un puñado de edificios y unas pequeñas galerías escondidas en el centro. Ese aire parisino de los años treinta parece haber quedado sepultado por la megalomanía de Ceausescu.
Pero las moles, el ajetreo, las estridencias y el ambiente transgresor de algunos antros hacen de Bucarest una ciudad interesante. Con los museos ya cerrados, decido pisar adoquines hasta que sea la hora de cenar. Literalmente perdido, entro en una pequeña librería. Mientras busco el mapa en el móvil voy echando un vistazo a las estanterías. Hasta que doy con uno que cojo de inmediato. Piata Diamantului [La plaça del diamant]. Tener a Mercè Rodoreda entre las manos se convierte en un momento casi íntimo, en un instante de vuelta a Barcelona.
Hago una búsqueda en Google con el nombre de la traductora. Tras leer varias entradas, no lo dudo. “Le voy a mandar un correo electrónico”. Jana Balacciu Matei no tarda en responder y en dejar su teléfono. Cuando llamo, me responde en catalán una voz cálida, tranquila, que usa las palabras que mejor se adaptan al matiz que quiere expresar.
Jana pisó por primera vez Barcelona tras la caída del régimen comunista, en los años noventa. “Viví con una familia catalana y me interesé por una lengua, de cuya literatura hasta entonces solo conocía a Ramon Llull”, explica. Su enamoramiento por la lengua fue tal que movió la incorporación de un lector en catalán para la Universidad de Bucarest y se encargaría de una colección de literatura catalana en la editorial rumana Meronia. Empezó con Solitud, de Víctor Català. Y está a punto de publicar la 42ª obra, una historia de Cataluña de Jaume Sobrequés.
Jana conoce bien Cataluña. Su labor ha sido premiada con la Fundació Ramon Llull, el Institut d’Estudis Catalans o la propia Generalitat, que le otorgó la Creu de Sant Jordi. Rodoreda, cuenta, es una de las escritoras con las que más ha disfrutado traduciendo. El otro es Ramon Llull. “Lo agradecieron los especialistas y los lectores habituales, que quedaron atónitos de que con la lengua catalana del siglo XIII se pudieran escribir libros como los de Llull” explica. Los estudios de catalán en la Universidad de Bucarest cumplieron el año pasado 25 años. Y se celebró con el coloquio anual de Lengua y Literaturas Catalanas.
El entusiasmo con el que habla de literatura se desvanece cuando intercambiamos impresiones sobre la ciudad. Queda muy atrás ese París del Danubio de los años treinta que, sin ser una gran metrópolis, sobresalía por su cultura. La urbe entonces lucía, cuenta, grandes edificios de insignes arquitectos franceses en el centro y viviendas alrededor al estilo de la caseta i l’hortet. Casi cinco décadas de dictaduras estalinistas desdibujaron el centro y entronaron los bloques de pisos de sesenta metros cuadrados, como en el que ella reside.
No cree que nunca haya habido un vacío literario. Tampoco durante la dictadura, cuando los libros se convirtieron en un refugio de la resistencia pese al férreo control de la temida Securitate. “Cada año teníamos que ir al centro de policía del barrio para que tomaran una prueba de la tipografía de la máquina de escribir. De esta forma, si encontraban octavillas o carteles podían identificarlos”, recuerda.
Cuando salgo de la librería ya oscurece. Decido ir de camino al restaurante, en el centro de Bucarest, la ciudad sobre la que Jana confiesa no ser demasiado optimista pero que demuestra mantener el pulso cada vez que las calles se llenan para protestar contra la corrupción o la deriva autoritaria del gobierno del país.
Al llegar al meollo, las calles están abarrotadas por una mezcla de jóvenes locales y extranjeros que entran y salen de locales. La música rompe las puertas y llega a los adoquines de forma ensordecedora. Se estampan contra ellos las letras de Jennifer López, Shakira y Enrique Iglesias. El gusto por el español —me contarán luego en un bar— viene de la vieja tradición de ver telenovelas latinoamericanas. Cuando llego al restaurante, les comento a mis colegas portugueses que acabo de tener otro de esos instantes de regreso. Pero no a Barcelona, sino a Lloret de Mar.
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