‘Las putas de San Julián’
Las meretrices del prostíbulo La Catalana se enfrentaron a los soldados del ejército de la Patagonia con palos y escobas
Este es un asunto antiguo. Fue descubierto hace unos años y desde entonces no deja de crecer: ya se ha incorporado a la historia de la izquierda argentina. Se refiere a una institución llamada La Catalana y a un grupo de mujeres. La institución era un prostíbulo y las mujeres, prostitutas. Pero lo que hicieron Paulina Rovira, catalana, dueña del establecimiento, y las cinco mujeres que trabajaban para ella, el 17 de febrero de 1922, fue algo heroico.
Es difícil imaginar la Patagonia de hace un siglo: un páramo inmenso azotado por el viento y dominado por unos cuantos terratenientes. Los presos políticos y los peores criminales eran enviados al terrible penal de Ushuaia, frente a la Antártida; el viaje duraba tanto tiempo que alguno llegó a cumplir condena antes de llegar. Hablamos de un lugar y de un tiempo realmente salvajes.
En noviembre de 1920, los peones agrarios agrupados en la Sociedad Obrera de Río Gallegos se declararon en huelga justo antes de empezar la esquila de las ovejas. Reclamaban cosas elementales: un día de descanso semanal, un lugar limpio y seco donde dormir y velas para alumbrarse. Los dueños de las fincas, británicos y argentinos, reclamaron al gobierno que acabara con la protesta. El presidente Hipólito Yrigoyen envió a la Patagonia el Décimo Regimiento de Caballería del teniente coronel Héctor Benigno Varela, que impuso a ambas partes una negociación, consiguió un principio de acuerdo y regresó en cuanto pudo a Buenos Aires.
El historiador argentino Osvaldo Bayer descubrió el episodio de las prostitutas que inspiró una obra de teatro
El acuerdo no fue cumplido y recomenzó la huelga. En noviembre de 1921, el teniente coronel Varela y sus soldados aparecieron de nuevo en la región. Esta vez, a sangre y fuego. Cualquiera que participara en la huelga o la respaldara de alguna forma era fusilado en el acto. La matanza duró casi dos meses. Murieron unas 1.500 personas.
El historiador Osvaldo Bayer investigó aquella barbaridad para su libro La Patagonia rebelde (2012), compendio de cuatro tomos aparecidos entre 1972 y 1978 (con el autor ya en el exilio por la dictadura militar) bajo el título genérico Los vengadores de la Patagonia trágica. Y gracias a un viejo informe policial descubrió el episodio de La Catalana. Lo que hicieron las meretrices tuvo tanto impacto un siglo después que el propio historiador, en 2013, estrenó en el teatro Cervantes de Buenos Aires una obra titulada Las putas de San Julián.
La campaña del teniente coronel Varela se dio por terminada en febrero de 1922. Los peones supervivientes habían huido a Chile o a los rincones más remotos de la Patagonia argentina. En las fincas reinaba el silencio de los cementerios. Los soldados inspiraban un miedo casi absoluto. Varela decidió premiar a sus hombres con una gratificación sexual. El 17 de febrero, un grupo de soldados a las órdenes de un suboficial acudió a un conocido prostíbulo del Puerto de San Julián para cobrar su recompensa.
Pero el prostíbulo, llamado La Catalana porque lo dirigía la catalana Paulina Rovira, estaba cerrado. Llamaron a la puerta una y otra vez. Gritaron y amenazaron hasta que Paulina Rovira salió y, dirigiéndose al suboficial, anunció que sus chicas no iban a atender a los soldados. La tropa, enfurecida, entró por la fuerza. Y fue rechazada a palos y escobazos por las mujeres. Según el informe policial, las prostitutas les llamaban “asesinos” y gritaban “nunca nos acostaremos con asesinos”, además de “otros insultos obscenos propios de aquellas mujerzuelas”. Las mujeres de La Catalana se atrevieron a plantar cara al Décimo de Caballería y, por supuesto, fueron detenidas. Normalmente deberían haber sido fusiladas. Después de matar a tantos cientos de peones, eso no era nada. Pero al comisario de San Julián le pareció que ejecutar a las mujeres engrandecería su acto de resistencia, y optó por dejarlas ir.
Quedaron sus nombres en el expediente. Eran, además de Paulina Rovira, Consuelo García, de 29 años, argentina, soltera; Ángela Fortunato, de 31 años, argentina, casada; Amalia Rodríguez, de 26 años, argentina, soltera; María Juliache, de 28 años, española, soltera; y Maud Foster, de 31 años, inglesa, soltera. No se sabe qué fue de ellas después de aquella jornada.
El teniente coronel Héctor Benigno Varela murió un año después, el 27 de enero de 1923. Un anarquista alemán, Kurt Wilckens, arrojó una bomba a su paso y después lo remató con cuatro disparos, los mismos que recibían los peones patagónicos. Para proteger de la metralla a una niña de 10 años que pasaba por el lugar, María Antonia Pelazzo, Wilckens se colocó ante ella y sufrió varias heridas. Quedó en el lugar hasta que le detuvo la policía.
“No fue venganza, yo no vi en Varela al insignificante oficial”, escribió Wilckens desde la cárcel. “No, él era todo en la Patagonia: gobierno, juez, verdugo y sepulturero. Intenté herir en él al ídolo desnudo de un sistema criminal”. Wilckens fue asesinado en la cárcel por un pariente de Varela, quien fue a su vez asesinado poco después.
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