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Familiares de las víctimas del siniestro de Germanwings: “Nos dijeron por megafonía que no había supervivientes”

El 24 de marzo se cumplen diez años del choque aéreo provocado por un piloto en el que murieron 150 personas. Los allegados recuerdan los bulos y critican que hubo poco tacto a la hora de comunicar los fallecimientos

Jesús García Bueno
Cristina Subirats, de 32 años, perdió a su madre, Marta, en el siniestro de Germanwings.

Cristina Subirats estaba en la oficina cuando sus compañeros comentaron la noticia. Un avión de Germanwings que había salido de Barcelona con destino a Düsseldorf colisiona en los Alpes franceses. Es el 24 de marzo de 2015, un martes. Su madre, Marta —empleada en una empresa química— ha cogido un vuelo a Alemania. Pero “como iba a Colonia y no a Düsseldorf”, Cristina, que entonces tenía 22 años, creyó que, tal vez, no estaba entre los pasajeros. Se aferró a una carambola remota incluso cuando su padre la llamó con malos presagios: el número de vuelo de la madre, GWI9525, coincidía con el del avión siniestrado.

“Y aun así, la gente a tu alrededor te dice que no puede ser. Tú también lo piensas: no te puede pasar algo así”, cuenta Cristina. Su padre la pasó a buscar y fueron juntos hasta el aeropuerto de El Prat, donde les condujeron, con otros familiares, a una sala de la terminal 2. Tiene lagunas de aquella jornada, pero recuerda un momento terrible. “Un señor, que yo interpreté que venía de parte del Gobierno, cogió un megáfono y nos dijo que no había supervivientes. No sé si fue la mejor forma. Rompió las esperanzas de todos. La gente quedó en estado de shock, con ataques de ansiedad...”

El episodio del megáfono lo recuerda con precisión, como casi todo lo que tiene que ver con la tragedia, Narcís Motjé, vecino de Girona de 71 años. “Lo tengo grabado. Cogió el megáfono y dijo: ‘Hay novedades. No hay supervivientes. Y se fue. Hubo unos gritos guturales de dolor... Salían de la parte más profunda del ser humano”, explica Narcís, quien igual que Cristina había visto una luz cuando, por la mañana, escuchó en una emisora de radio que se había visto a gente caminando alrededor de la aeronave de Germanwings. “Era una noticia falsa que nos dio falsas esperanzas. ¡La madre que los parió! El avión estaba triturado”, critica junto a su mujer, Montserrat Terris.

Narcís y Montserrat perdieron a su hijo Jordi, que a la sazón tenía 37 años, trabajaba para una multinacional alemana de la electrónica y estaba preparando su boda. “La gente dice que el tiempo lo cura todo. Pero hay cosas que no se superan nunca. Solo te acostumbras a vivir con este dolor. No hay día que no pensemos en él”. Narcís permanece atrapado en el “qué hubiera sucedido si...”: imagina otros pasados posibles en los que su hijo no sube al avión, reescribe en su mente el curso del destino. Que si “intentó cambiar el billete” para volar el lunes pero no había disponibilidad. Que si la reunión “la podrían haber hecho por videoconferencia”. Que si “estuvo a punto de perder el vuelo porque no encontraba el DNI”. Nada de eso ocurrió y Jordi murió “víctima de un atentado, de un asesinato”.

“Un siniestro”, no un accidente

Eduardo Ruiz, que tiene 80 años y vive en Zaragoza, también perdió a su hijo, directivo de 43 años, en el “siniestro”, como lo llaman los familiares. “Nunca lo hemos considerado un accidente, porque fue provocado. Eso no cambia demasiado el dolor, pero sí nos habría gustado que se asumieran más responsabilidades”, explica Eduardo, que durante un tiempo presidió la Asociación de Afectados del Vuelo GWI9525 en los Alpes, que representa a 39 de los 150 fallecidos (medio centenar son españoles) y que tuvo su génesis en el hotel de Castelldefels, cercano al aeropuerto, donde se alojaron los familiares tras la tragedia. En una reunión poco después en la fiscalía de Marsella, que investigaba el suceso, Eduardo preguntó “qué religión profesaba” el copiloto, temiendo que se tratase de “un tema islamista”. “Pero nos dijeron que la cosa no iba por ahí...”

El copiloto Andreas Lubitz aprovechó una ausencia del piloto principal para tomar el control de la nave y hacerla estrellar intencionadamente. Su acto, a la vez un suicidio y un asesinato múltiple, fue premeditado: había acudido antes en avioneta al punto de impacto, en el macizo de Estrop. El piloto, formado por Lufthansa —matriz de la aerolínea de bajo coste Germanwings, que no se recuperó del siniestro y acabó desapareciendo—, había recibido bajas médicas por problemas de salud mental. Pero nadie las comunicó a la empresa. “Alemania no obligaba a comunicarlas y este señor se las quedaba en el bolsillo. Pero era muy complejo actuar judicialmente, por ejemplo, contra el Gobierno alemán”, explica sobre esas ganas que han quedado de ir más allá.

En 2022, siete años después del accidente, la justicia francesa dio carpetazo al asunto: consideró que nadie pudo prever las intenciones suicidas de Lubitz y, por tanto, no se podía haber actuado para evitar la tragedia. Narcís, memorioso, recuerda que el fiscal de Marsella les había dicho, en la reunión inicial, que Lubitz “nunca tendría que haber estado en el asiento del copiloto” y que “el sistema falló”. “Me pareció un hombre honesto. Al cabo de un año ya le habían apartado del caso”, dice Narcís, que lamenta que un copiloto con problemas acreditados de salud mental pudiera llevar un avión “como quien lleva una bicicleta de Glovo”.

El siniestro “quizá podría haberse evitado”, concede Cristina, que también lamenta no haber encontrado “a un responsable más allá de Lubitz”. “Me supo mal que se archivase el caso en Francia”. La mujer, que ahora es secretaria de la asociación, cree que el proceso civil para indemnizar a los familiares ha funcionado de manera más o menos razonable y que los afectados, tanto los que acordaron con Lufthansa como los que pelearon en los tribunales, han recibido las cantidades que les corresponden. Y aplaude los cambios que la entidad ha ayudado a impulsar para que no vuelva a ocurrir algo así: la obligación de comunicar automáticamente las bajas por parte del médico o la imposición de controles de alcohol y drogas a los pilotos.

Cristina ha pensado en más de una ocasión que, para suicidarse, Lubitz bien podría haberse “bebido una botella de lejía”. Pero intenta no darle muchas vueltas. No quiere que se le enquiste la rabia. “El resultado es que mi madre está muerta”, cuenta sobre un duelo que fue especialmente doloroso por las características del siniestro: el avión impactó con gran fuerza en los Alpes, y solo se pudieron recuperar restos dispersos de las víctimas. Los de Marta, su madre, llegaron a los tres meses. “Cuando pudimos incinerar los restos, fuese lo que fuese que había en esa cajita que nos hicieron llegar, pudimos respirar más tranquilos. Ya podíamos empezar el duelo”.

Monolito en recuerdo a las víctimas del vuelo que se estrelló en la localidad de Le Vernet (Francia).

Cristina, Narcís y Eduardo se preparan para el viaje que este domingo les lleva en avión de Barcelona a Marsella y, de allí, en autocar hasta la localidad de LeVernet, en el acto de homenaje por el décimo aniversario. Acuden a un lugar de recogimiento y homenaje (un pequeño cementerio, una sala para familiares, un monumento con los nombres de las víctimas) que conocen bien. “Los primeros años era extraño porque, aunque es un lugar bonito, estaba como viciado por el accidente. Pero con el tiempo se ha convertido en un lugar de reflexión. Noto una paz muy bonita cuando voy”, dice Cristina.

Lo que Eduardo percibe en el lugar es “un silencio monstruoso”, un silencio que Narcís describe como “ensordecedor”. Él y su mujer, Montserrat, celebran que, como viven en Girona, están “más cerca” de Jordi. “Vamos tres veces al año y hemos pasado muchas horas en la sala, de unos 100 metros, que llaman el memorial. Nos da la sensación de que estamos con él”, dice Narcís, que ha honrado la memoria de su hijo investigando todo lo que ha podido. “Hemos ido en todoterreno siguiendo la ruta del avión. Hemos hablado con dos personas que viven allí y que vieron el avión antes de chocar. Hemos pedido todos los documentos, las fotografías de la autopsia, que no hemos tenido fuerzas para mirar, pero también su última fotografía, pasando el control policial, sonriendo”.

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Sobre la firma

Jesús García Bueno
Periodista especializado en información judicial. Ha desarrollado su carrera en la redacción de Barcelona, donde ha cubierto escándalos de corrupción y el procés. Licenciado por la UAB, ha sido profesor universitario. Ha colaborado en el programa 'Salvados' y como investigador en el documental '800 metros' de Netflix, sobre los atentados del 17-A.
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