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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La apuesta

Un posible adelanto electoral acabaría con el paradigma que nació con la moción de censura a Rajoy y que se ha traducido en un acuerdo presupuestario que revierte la lógica austeritaria

Paola Lo Cascio
Pablo Iglesias saluda a Pedro Sánchez durante la moción de censura a Rajoy.
Pablo Iglesias saluda a Pedro Sánchez durante la moción de censura a Rajoy. ULY MARTIN

Ya celebrada la manifestación de la plaza de Colón de Madrid, no se sabe aún si sus efectos empujarán a la convocatoria de unas elecciones generales anticipadas —como se especuló en las últimas horas— o si, en cambio, se alargará la legislatura. Dependerá de muchos factores. De si el independentismo catalán dejará de gesticular y dará su apoyo a los Presupuestos, empezando a hacer política de una vez (a pesar de todos los problemas que conlleva estar a las puertas de un juicio como el del 1-O). Dependerá también de las valoraciones que hará el conjunto del PSOE, sus dirigentes territoriales y de sus asesores. Y, sobre todo, dependerá de la lectura del momento que haga Pedro Sánchez, que es, en definitiva, quien tiene la potestad de convocar elecciones. Muchas incógnitas ahora mismo.

Sin embargo, en época de política de fast-food, cuando un tuit o una fake news parecen que puedan cambiarlo todo, sería saludable parar y ensanchar la mirada, para contemplar los hechos yendo más allá de las pocas horas, tanto por lo que se refiere al pasado, como, especialmente, para lo que se refiere al futuro.

Si se hace esta operación, todo aparece más claro: la embestida feroz de una derecha una y trina —pero toda ella de matriz aznariana— y las resistencias feroces de algunos sectores del PSOE (incluidos los “padres nobles” Guerra y González y los barones no mediterráneos asustados por los resultados andaluces) a la senda de reformas sociales y diálogo emprendido por el Gobierno en los últimos meses, no deja de ser una consecuencia de un conflicto antiguo y mal resuelto, que empieza con la crisis económica de 2008, continua con la victoria del PP de 2011, se complica enormemente con la escalada del procés y culmina con los conflictos internos del PSOE de 2016 que llevaron a la defenestración de Sánchez.

La fatiga del sistema político tradicional (que fue antes social que territorial), no podía no impactar en el partido que quizás más protagonizó el despliegue de las mejoras económicas, políticas y sociales. Aún más cuando este mismo partido ni supo, ni quiso ver la importancia de lo que estaba pasando —al contrario, cambió el artículo 135 de la Constitución—, y las consecuencias que acarrearían para toda la sociedad española. Sectores importantes, decisivos (los jóvenes, las mujeres, las capas más impactadas por la crisis, usuarios y trabajadores de los servicios públicos), se movilizaron con una fuerza nunca vista antes. Mucho de todo aquello se concretó en las plazas del 15-M, después en la emersión de las nuevas fuerzas políticas, o un poco más tarde, en la primavera de las ciudades del cambio. Aquello impactó como un viento tenaz en la opinión pública y cambió el conjunto del sistema político español. La cuestión quizás más importante, que nunca se debería perder de vista, es que en este sentido el viento era democrático, inclusivo: una gran reivindicación de los derechos sociales, políticos y democráticos para una ciudadanía entendida en sentido amplio, sin repliegues identitarios. Inesperadamente extraño en la Europa asustada de nuestros tiempos.

Con resistencias numantinas y unos que otros navajazos, finalmente, una parte del socialismo español apostó por hacerse interpelar por aquel viento. Y se encontró con aquellas fuerzas que, nacidas del descontento, optaron por trabajar en las instituciones para democratizarlas y convertirlas en un vector de reducción de las desigualdades. La apuesta que nació con la moción de censura a Rajoy se tradujo en la adopción de medidas importantes de redistribución, un acuerdo de Presupuestos que revierte la lógica austeritaria y un enfoque racional de la endiablada cuestión territorial.

No es poco, en estos tiempos agitados. Se podría decir que es mucho. Y probablemente por ello ha despertado la oposición —frontal y explícita de algunos, más sibilinas de otros— por parte de todas aquellas fuerzas, no únicamente en Madrid, que quieren llevar la confrontación política al terreno identitario para obviar y silenciar las cuestiones de fondo, que siguen siendo las que atañen a la justicia social y redistributiva, a la calidad democrática de las instituciones, a la definición de un paradigma de ciudadanía que sea inclusivo. En el fondo, este es el debate en Europa y en el mundo. Por ello, y más allá de las dificultades objetivas, de los posibles cálculos electorales y de la impredecibilidad de una política cambiante e inestable es importante poner luces largas, aprender del pasado, intentar imaginar el futuro y, sobre todo, mantener la apuesta. Si hay elecciones en breve o no.

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