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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Diálogo estructurado

La reunión bilateral Gobierno-Generalitat abre vías para encauzar la cuestión catalana, promete cierta estabilidad y supone reconocer de facto un Estado compuesto

Xavier Vidal-Folch
La reunión de la Comisión Bilateral del pasado día 1.
La reunión de la Comisión Bilateral del pasado día 1.Albert Garcia

Como se preveía, el encuentro de la “Comisión Bilateral Generalitat-Estado” del miércoles no arrojó aún resultados materiales sustantivos. Pero sí convino algo tan o más clave: el reinicio de la relación institucional, maltrecha, congelada o quebrada durante siete largos años.

El encuentro, "duro" y festoneado por "fuertes discrepancias" alumbró una vía para el diálogo estructurado que pueda encauzar la cuestión catalana.

Ese concepto, muy usado en la Unión Europea, desborda el mero contacto cortés y desdeña la retórica vacía (langue de bois) con que sortear sin comprometerse situaciones incómodas. Es lo contrario de la cháchara. Implica organizar un diálogo sobre desacuerdos previamente estudiados y madurados; durante el tiempo y con la dedicación necesarios en foros eficaces; con el objetivo de identificar puntos de coincidencia; y durante un calendario prefijado.

Ese fue el acuerdo —de procedimiento, de método; formal, más que material—- alcanzado. Pese a su modestia, parece fácil concluir que supone un giro copernicano respecto a la quiebra institucional de la que se partía. Lograr un uno es poca cosa; pero pasar del cero al uno es recorrer un trecho matemáticamente infinito.

El Gobierno, por voz de la ministra Meritxell Batet, descartó de entrada ningún intercambio en asuntos extramuros de lo negociable: la puesta en almoneda de la soberanía en su marco constitucional (autodeterminación) y la invasión de la independencia judicial (políticos presos).

Los críticos acérrimos de este diálogo, sobre todo PP y Ciudadanos, harían bien en definirse sobre si es más prometedora para los ciudadanos esta dinámica de sentarse a la mesa con el fin de explorar soluciones posibles a problemas reales. O la contraria, procurar que la otra parte siga echándose inútilmente a la calle, desestabilice la coyuntura y provoque la enésima frustración de una juventud expectatnte.

Por supuesto que recelar es humano. Y automático, si uno se deja atenazar por un inmediato pasado lamentable más que por la imperiosidad de un futuro distinto y mejor. El uso partidista del recelo es también comprensible, y frecuente. Pero tanto como eso, escasamente provechoso.

Un dato implícito emerge del encuentro. Consiste en que el Govern de la Generalitat viene a reconocer en la práctica lo que niega en el discurso secesionista. Al aceptar la discusión organizadada sobre problemas realmente existentes, viene a suscribir el reconocimiento del Otro como tal, con la plenitud de sus funciones.

Es decir, viene a asumir la legitimidad de la superposición de competencias, exclusivas, compartidas y concurrentes en un mismo territorio, el catalán. ¿Hay que minimizar ese hecho político nuevo? ¿o es mejor incentivarlo, estimularlo, alentarlo?

Viene en suma a incorporarse —con tono renuente— a la dialéctica propia del Estado compuesto, a la dinámica propia del conjunto multigobernanza que exhiben los Estados contemporáneos, especialmente si son de corte federal: la intraestatalidad. No al sueño de la interestatalidad, del cara a cara frontal y ceñudo entre un Estado declinante y otro emergente, como cuenta su relato.

Los problemas heredados son ingentes y abrumadores, de lo que ambas son conscientes y acertó en definir, en formato doliente y algo desmadejado, el portavoz del Govern, Ernest Maragall . Queda todo por hacer: adecuar al presente los traspasos pendientes, como cierta participación en la gestión migratoria (y una eficiente coordinación); resolver litigios inútiles nacidos de promesas incumplidas (becas); revertir abusos (como la ocupación del espacio público, negando su neutralidad); y recomponer entuertos judiciales (recursos mutuos ante el Tribunal Constitucional) que habrían sido evitados de haber funcionado la Comisión Bilateral con asiduidad y lealtad.

El diálogo estructurado que se reemprende exhibe una virtud adicional: contribuye a aumentar la estabilidad de la vida política española, hasta fin de año. Ese calendario acordado desactiva o matiza las amenazas del expresident Carles Puigdemont sobre el presunto fin de un supuesto período de gracia al Gobierno.

Es un compromiso implícito, como tantas cosas en esta hora catalana. Pero relevante, pues el plazo coincidirá con eventos arduos, singularmente para el independentismo: el probable inicio de la vistas judiciales del procés; el debate presupuestario; las vísperas de un nuevo ciclo electoral.

Cierto es que los compromisos de este tipo son relativos. Y que la posición del Govern sobre su asistencia a los organismos multilaterales quedó confusa: Maragall la afirmó y la negó en el mismo acto. Es que, pese a los avances registrados, el secesionismo aun no ha optado clara y formalmente sobre su encrucijada: pragmatismo o unilateralismo.

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