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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Traidores

Los líderes independentistas han desperdiciado los muchos momentos para reconducir su propia hoja de ruta

Josep Cuní
Una protesta en la plaza de Sant Jaume el 26 de octubre ante el temor de que Puigdemont convocase elecciones.
Una protesta en la plaza de Sant Jaume el 26 de octubre ante el temor de que Puigdemont convocase elecciones.Emilio Morenatti (AP)

Es lugar común en crónicas y análisis políticos concluir que el cambio de opinión de Carles Puigdemont el 26 de octubre pasado fue por la intimidación de quienes le amenazaron con llamarle traidor. Así se lo habrían advertido personalmente alguno de los propios y alguna de los socios. Tal cual lo verbalizaron muchos de los intolerantes a través de las redes. También los congregados con pancartas ante el Palau de la Generalitat durante las horas que distanciaron la convocatoria de la rueda de prensa para el anuncio de los comicios, de la comunicación oficial de todo lo contrario.

Algún día un especialista en psicología social nos ilustrará sobre la gran capacidad de los líderes independentistas de desperdiciar los muchos momentos que los acontecimientos recientes les han deparado para reconducir su propia hoja de ruta. Y posiblemente recalen en el temor a constar en la lista del oprobio como elemento a tener en cuenta. Quizás porque allí donde todos creíamos ver a políticos, no habitaban más que activistas. Y ya se sabe que para estos la grandeza del esfuerzo para corregir, negociar y pactar es contraria a la adrenalina del vértigo de no darse por vencidos y seguir lanzando balones hacia adelante.

Pero ¿qué sucede cuando no hay ningún Messi ante la portería capaz de rematar la jugada y convertirla en el gol sensacional que la política exige y del que se nutre? Han coincidido los observadores que los insultos desatados aquel fatídico día de otoño se acumularon en el móvil al que el entonces President gobernaba pegado. Y que la presión psicológica de tal desatino ajeno se confundió con la duda propia. La que, para disolverla, exigía por escrito que la convocatoria de los comicios autonómicos, aunque revestidos de cruciales, desbancara la posibilidad de aplicar el artículo 155. Ya sabemos lo que pasó y su consecuencia servirá de reproche recurrente. Libros como el de Santi Vila aparecido esta semana y titulado significativamente De héroes y traidores (Península) son una muestra.

Ignorar lo que no sucedió no aparca poder hacer un ejercicio de ucronía y deducir por lógica que firmar el decreto electoral hubiera cambiado el destino de las cosas. De tantas cosas que hoy se nos antoja inabarcable resumirlas por excesiva acumulación de desatinos, imprudencias, críticas y venganzas que los contrarios han reconvertido en bromas, chistes, chanzas e improperios. Y ya nadie entiende nada ni alcanza a hacerse cargo de la dimensión del desastre. Un país, Catalunya, orgulloso de sí mismo convertido en el escenario de disputas grotescas para retener un pedazo del poder que ellos mismos han permitido adelgazar.

Es sabido también que ante este lamentable panorama se han desarrollado las negociaciones entre Barcelona y Bruselas. Y que las posiciones en absoluto homogéneas del grupo independentista han nadado nuevamente entre las aguas turbulentas del riesgo de la traición. La debilidad interna de los partidos concurrentes habría permitido que un Puigdemont tan dolido personalmente como crecido electoralmente impusiera sus criterios ante la duda disimulada y el temor reverencial de sus compañeros de viaje de ser ahora ellos los señalados como traidores. Efecto boomerang de lo que había sucedido y que mantiene al artilugio sobrevolando sus cabezas desbordadas.

Ante todo esto quizás convenga reconsiderar cómo el insulto ya es relativo por haber abusado de él. A pesar de pretender reconvertirla, la política que se ejerce es del siglo XX. Un método que tenía en los argumentos de Maquiavelo la norma de conducta nunca aceptada públicamente. Un “príncipe” que disponía que quien no supiera traicionar no podía ejercer el poder. Y ¿no son acaso algunos de estos frágiles líderes independentistas hijos del pujolismo más maquiavélico? Aquel movimiento que hizo confundir la grandeza de unos legítimos conceptos nacionales con la miseria de algunos comportamientos personales hoy criticados incluso por quienes los permitieron. Un largo período que ha visto eclipsadas sus buenas acciones por algunas pésimas razones. Las que perviven.

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Y ya que todo va de democracia, ¿no es un traidor a ella quien evade fiscalmente, quien se comporta cínicamente, quien engaña a su electorado, quien la utiliza para sus fines, quien se esconde en un tweet anónimo para descalificar, quien se otorga el dominio de lo público al margen del público, quien se ampara en su función para medrar, quien presiona al débil, subvenciona la posición del fuerte, margina al disidente, elude respetar al contrario, muestra intolerancia permanente, niega al otro la libertad de expresión que exige para sí o compra favores personales a través de intermediarios comisionistas?

Las traiciones de las que nos habla la historia las hemos visto especialmente a través del cine épico. Pero incluso algunos de aquellos cobardes han sido reparados por la misma historia siglos después cuando, siguiendo la definición de Alfonso X, se ha recordado que “los peores traidores son aquellos que dejan errar al rey a sabiendas”.

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