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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Figurar en la historia

Puigdemont está comprometido con una causa como no lo está nadie ahora mismo en Europa; su causa es él mismo

Carles Puigdemont, este lunes.
Carles Puigdemont, este lunes.EFE

Ante la ingenua verbalización de mi complejo de humanista (“¿pero cómo puede ser que los matemáticos no se dediquen únicamente a la demostración formal y al cálculo?”), mi mujer Natalia, que es matemática y filósofa de la ciencia, siempre me dice que algunos matemáticos son buenos descubriendo teoremas y otros son buenos demostrándolos. El fascinante Solomon Lefschetz, por ejemplo, descubrió algunos teoremas importantes pero no pudo probarlos (correctamente, se entiende). Se trata, simplemente, de dos talentos distintos.

Cuando veo a Puigdemont, con su innata capacidad para descubrir problemas donde no los había y su igualmente innata incapacidad para resolverlos, me consuelo —poco, todo hay que decirlo — con la advertencia de mi mujer: son dos talentos distintos. Disfruta del talento con el que la biología premió a Puigdemont, me repito, casi en actitud zen.

¡Y vaya cómo estoy disfrutando! Puigdemont, insaciable en su congénita voluntad de crear problemas a la jurisdicción española y a todos los españoles vivos o muertos —pues su fijación con el pasado es tan grande que su talento puede llegar a invertir la flecha del tiempo—, colocó a Bélgica en una posición incómoda hace unos meses y, no contento con ello, escogió Dinamarca semanas atrás como el lugar en el que dar rienda suelta a su talento. Sólo la negativa del juez Llarena —discutible en algunos aspectos jurídicos— a reactivar la eurorden impidió que Dinamarca se despeñara por el agujero negro de Puigdemont que todo lo absorbe.

Pero la voracidad de Puigdemont para descubrir problemas donde no los había —¿qué culpa tendrán los belgas y los daneses del desmadre catalán?— no se agota en los adversarios, los enemigos y los indiferentes, sino que ahora está dirigiendo ese talento innato contra los suyos. Así, Puigdemont ha perfeccionado esa curiosa habilidad para complicarle la vida a Roger Torrent, el presidente del Parlament, a ERC, al PDeCAT, a los independentistas y, en general, a todos los catalanes.

A estas alturas resulta ya inaguantable el hedor que desprende el deseo entre los suyos, y no digamos entre los no suyos, por deshacerse de Puigdemont. Sólo alguien completamente abducido por el culto a la personalidad puede pensar que Puigdemont no es ahora mismo un obstáculo tanto para la recuperación de las instituciones como para el propio programa independentista. Puigdemont está comprometido con una causa como no lo está nadie ahora mismo en Europa; su causa es él mismo y su papel en la Historia de una España por la que, según él y otros acólitos de la propaganda independentista, aún cruza errante la sombra de Franco.

Hay que decir que últimamente tampoco le va tan mal a Puigdemont en esa España supuestamente neofranquista cuyo Tribunal Constitucional protege su derecho a ser investido como Presidente de la Generalitat. Y no lo digo yo, sólo faltaría, lo dijo el mismo Puigdemont en un tuit la noche del sábado tras conocerse la decisión del Tribunal Constitucional: “Incluso el TC ha rechazado el fraude de ley que pretendía La Moncloa. Más de uno tendría que rectificar y hacer política de una vez”. No sé cuál de las tres siguientes cosas produce más estupor: que tácitamente reconozca que en España hay separación de poderes, algo anómalo, si se piensa bien, en un Estado neofranquista; que sea Puigdemont quien hable de fraude de ley; o que, de forma subliminal, sugiera que él, justamente él, que tras ese tupido flequillo lleva grabada a fuego la frase “hay que hacer historia todos los días”, sí hace política, a diferencia de los demás.

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Pero ese brote momentáneo de racionalidad del sábado por la noche, que se prolongó con la noticia de que Puigdemont pediría autorización al juez Llarena para asistir a la sesión de investidura, dio paso al resurgir del talento innato de Puigdemont; el lunes se supo que ya no iba a pedir la autorización judicial y forzaría la situación para poner de nuevo en aprietos a Torrent.

Lo que le pide Puigdemont a Torrent no es en realidad que le resuelva el problema de la investidura. Lo que le exige es que lo saque de la nota a pie de página que la Historia le había reservado y catapulte el apellido Puigdemont al título de todo un capítulo central de aquélla. Pero así como la biología regaló a Puigdemont el talento insaciable de crear “pollastres de collons”, también le otorgó la mediocridad política. Y ni Roger Torrent ni nadie puede arreglar eso.

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