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El patriarca proscrito

La toxicidad de Artur Mas le constriñe a emplearse no en la campaña del referéndum sino en la campaña de recaudación de fondos

El expresidente de la Generalitat Artur Mas durante un acto político celebrado en Tarragona.
El expresidente de la Generalitat Artur Mas durante un acto político celebrado en Tarragona.Jaume Sellart (EFE)

Debe sentirse orgulloso y frustrado a la vez Artur Mas (Barcelona, 1956) respecto al hito plebiscitario o activista del 1 de octubre. Orgulloso porque el recorrido del procés hubiera sido inconcebible sin el impulso embrionario que él mismo le concedió. Y frustrado porque se le ha relegado a un espacio clandestino. La CUP lo ha declarado persona non grata por los escándalos de corrupción. Y los aliados de Junts pel Sí reniegan del patriarca convergente por la incongruencia estética que supone inaugurar la patria nueva con el pecado original del 3%

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La toxicidad de Mas, de hecho, le constriñe a emplearse no en la campaña del referéndum sino en la campaña de recaudación de fondos para sufragar la fianza de 5,2 millones que le ha reclamado el Tribunal de Cuentas por haber desviado recursos públicos a la consulta del 9-N. Comparten y prorratean el mismo castigo otras autoridades del martirologio —Joana Ortega, Irene Rigau, Francesc Homs— pero es Mas el principal requerido y también el más implicado en el cepillo, hasta el extremo de que van a apremiarle con el embargo de sus bienes.

La emergencia predispuso que hiciera el pasado martes un llamamiento a la solidaridad de sus compatriotas. Ya se colocaron urnas y huchas para el sufragio de la fianza en la jornada de la última Diada, pero no termina de reunirse la cifra ni parece que las penurias de Mas hayan sensibilizado al “pueblo catalán”. Ni siquiera exhortándolo desde posiciones lastimeras: “No puede ser que muy poquitos lo perdamos todo. Ayudar es muy fácil”, concedía a la emisora Rac1.

¿Pensará Mas que se está cometiendo un ejercicio de ingratitud? Nos consta que acude a las reuniones del “Gobierno en la sombra”, que en su tarjeta de visita pone “presidente del PDeCAT” —mutación catártica de Convergència— y que se le otorga la palabra en sentido oracular, pero también elude Puigdemont la tentación de reanimarlo públicamente, desmintiendo así la teoría de sombras según la cual el actual president iba a convertirse en una marioneta de Artur Mas.

En rigor, no hubiera acontecido la hipérbole soberanista sin la posición mosaica de Artur Mas. Porque fue él quien trabajó el Estatut (2006) con Rodríguez Zapatero en tiempos del tripartito —Mas desempeñaba el liderazgo de la oposición—; fue él quien instrumentó la indignación callejera (2012); fue él quien rompió la vajilla constitucional improvisando la convocatoria del referéndum del 9-N (2014); y fue él quien concitó a 400 alcaldes, bastón en ristre, cuando hubo de responder en los tribunales por haber incurrido en un delito de desobediencia (2015).

Había descubierto un fervor separatista que no estaba en el ADN de Convergència Democrática de Cataluña ni que tampoco formaba parte de sus antiguas convicciones —la religión más sólida de Mas ha sido el Barça—, pero sobre todo tuvo la habilidad y el oportunismo de encubrirse en la estelada cuando los recortes económicos y los escándalos de corrupción soliviantaron a la opinión pública y engendraron un masivo acoso a la sede del Parlamento.

Tanto se había complicado aquella mañana del 15 de junio (2011) el acceso a la Cámara catalana y tanto bullía la indignación que Mas recurrió a la escolta de los mossos y al privilegio del helicóptero para alcanzar su propio escaño. Sobrevoló así la marea que lo repudiaba. Y que amenazaba su presidencia. La había estrenado un año antes y la prolongó hasta 2016 con un objetivo totémico: la independencia.

Renegaba de ella hasta el extremo de haber declarado públicamente que nunca fomentaría la división de los catalanes, pero la abrazó como un mecanismo de supervivencia cuando se percató del fervor soberanista que atrajo la Diada mayúscula de 2012.

Y no tenía pensado adherirse a ella el president, pero lo hizo in extremis con tiempo de aprovecharse de la inercia victimista. Y fue en ese preciso instante cuando se cayó del caballo y vio la luz. No era la libertad guiando al pueblo, como el cuadro de Delacroix, sino el pueblo guiando a Artur Mas, indicándole el camino y sometiéndole al dogma separatista.

El pacto obligaba al president a forzar su credo y a maltratar las responsabilidades de estadista, pero le convenía porque la adopción de la estelada como ajuar polifacético encubría la gestión política y le proporcionaba toda la reputación de la que le habían despojado las urnas y la opinión pública. Mas convirtió el acorazado pujolista de Convergencia —fue san Jordi su padrino y ha sido también su perdición— en un partido menguante, subordinado a la ferocidad de Junqueras, consumido en la corrupción, constreñido a cambiar de siglas y de nombre para hacerse tolerar.

Y aspiraba incluso Mas a sobrevivir una vez más desde semejantes presupuestos. Demostrándose a sí mismo que era inmortal. O creyéndose que serían incapaces de echarlo unos desaliñados trotskistas que no creen ni en Dios, en el capital ni en los falsos profetas.

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