Morir por Barcelona
Nada puede seguir igual después de un ataque de esta envergadura contra un símbolo de una sociedad abierta y libre, debe representar el final de la frivolidad
La última vez en que tantas personas perdieron la vida o fueron gravemente heridas en los 600 metros que separan Canaletas del Liceo fue hace 80 años. Las grandes ciudades han solido ser a lo largo de la historia el escenario de innumerables catástrofes y matanzas bélicas y Barcelona no es la excepción. En la capital catalana empezó el Corpus de Sangre y la Guerra de Cataluña (1640-1652), el único periodo de la edad moderna en que ha existido una independencia efectiva respecto a la Corona española, aunque fuera bajo protección de la Corona francesa. También la capital catalana fue protagonista de la Guerra de Sucesión, que terminó con el sitio y saqueo de la ciudad y la pérdida de las libertades e instituciones tradicionales catalanas en 1714. Barcelona, como cualquier ciudad europea que se precie, habrá padecido en su historia una docena de sitios y numerosos bombardeos, aéreos y terrestres, desde el que sufrió de mano de Almanzor en 985 hasta el de Mussolini en 1938, pasando por el que le infligió un catalán, el general Joan Prim en 1843.
La anterior ocasión, hace ocho décadas, tuvo por testigo a uno de los mayores escritores del siglo XX, el británico George Orwell, que lo contó en su Homenaje a Cataluña, en un capítulo que transcurre entero en La Rambla, en buena parte en los mismos 600 metros donde el 17 de agosto cayeron muertos y heridos decenas de ciudadanos de todo el mundo. Orwell no narra tan solo su participación en la última guerra en la que nos entrematamos los españoles y los catalanes, sino que en este capítulo explica su peripecia, arma en mano, en la sede del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) en plena Rambla, un episodio de la guerra civil dentro de la guerra civil, doblemente incivil por tanto, entre los días 3 y 7 de mayo de 1937.
Muchos son los muertos y heridos caídos en La Rambla de Barcelona, que es como decir el corazón del corazón de Cataluña, durante el sangriento y totalitario siglo XX. Todos los conflictos y combates ideológicos y políticos, todas las causas triunfantes y perdidas, se han cobrado su factura de sangre bajo sus plátanos. En la Semana Trágica fue donde las tropas dispararon contra la muchedumbre que protestaba por las levas de reclutas para la guerra de África. En los Fets d’Octubre de 1934, en el edificio sindical del CADCI (Centre Autonomista de Dependents del Comerç i de la Indústria), cayeron tres dirigentes insurrectos del Partit Català Proletari. El insomne presidente catalán Lluís Companys todavía pudo pasear por La Rambla aquella madrugada del 19 de julio de 1936 poco antes de que los militares se sublevaran en los cuarteles e iniciaran su descenso hacia el centro de la ciudad, donde fueron aplastados por fuerzas de la Guardia Civil, Guardia de Asalto y las milicias obreras, principalmente anarquistas. Y luego los Fets de Maig de 1937, en los que anarquistas y poumistas fueron primero derrotados y en el caso de los trotskistas detenidos y posteriormente liquidados por los agentes estalinistas, en un adelanto del Gran Terror que alcanzaría a la plana mayor del bolchevismo, incluyendo al propio cónsul de Stalin en Barcelona, Vladímir Antónov-Ovséyenko, ejecutado junto a su esposa en Moscú apenas unos meses después, en febrero de 1938.
El interrogante que ahora se plantea es cómo compaginarán Rajoy y Puigdemont la exigencia de unidad de los ciudadanos
Ahora, en el enigmático y globalizado siglo XXI, este tramo trágico de la mejor avenida catalana ha sido el escenario del combate desigual entre el fanatismo del autodenominado Estado Islámico y los pacíficos e inermes turistas que se amontonan en nuestras calles. Si hasta ahora se mataba y se moría en batallas y guerras por la anarquía, el pacifismo, el comunismo, el fascismo o el estalinismo, ahora esos monstruosos yihadistas criados en Ripoll han bajado a La Rambla a matar en nombre de Alá a unos pobres ciudadanos del mundo fascinados por Barcelona, campo de batalla secreto de una guerra misteriosa que ha terminado con sus vidas. Después de tanto tiempo pugnando con “el Estado enemigo”, tal como el expresidente Artur Mas calificó a la España de Rajoy, de pronto Cataluña ha sido atacada salvajemente por el auténtico “Estado enemigo” de los catalanes, de los españoles y de la humanidad entera que son las huestes yihadistas.
Por si alguien albergaba alguna duda, ha quedado claro que la capital catalana era el símbolo de todo lo que odian y quieren destruir estos fanáticos nihilistas. Una forma de vida, ante todo: las libertades individuales, la tolerancia, la paz y la prosperidad españolas y europeas, la convivencia entre ciudadanos de todas las procedencias, un sistema político liberal y democrático en el que caben todos; y una sociedad acogedora, plural y abierta. También sus monumentos, que atraen a millones de turistas pero inducen con su fascinación el magnetismo perverso de los instintos destructivos. La cristiana y severa Sagrada Familia y La Rambla profana y canalla estaban en el catálogo de la destrucción yihadista, junto a las ya derribadas Torres Gemelas y los otros objetivos intactos que son la Torre Eiffel, el Parlamento británico o la plaza de San Pedro.
La fecha del 17 de agosto es un hito que separa dos épocas barcelonesas, como ya lo fue en una dimensión distinta el 19 de junio de 1987, con las 21 víctimas mortales del atentado perpetrado por ETA en los almacenes Hipercor del barrio de Sant Andreu, y como ha venido sucediendo en otras ciudades golpeadas por idénticas atrocidades. Nada puede seguir como antes después de sufrir un ataque de esta envergadura. Descubrimos de pronto algo que sabíamos pero habíamos olvidado, individual y colectivamente, como seres humanos y como sociedad, y es que somos mortales, los humanos y las sociedades. Se impone la seriedad, tal como la entiende Vladímir Jankélévitch. Es el final de la frivolidad y la ligereza.
“La seriedad es una alusión a la tragedia y un llamamiento al orden”, nos dice el filósofo francés. La última muestra de esta ligereza que nos cuesta abandonar es anotar como una indiscutible victoria catalana la eficaz y rápida acción de los Mossos d’Esquadra, que han liquidado y detenido a los terroristas, después y a pesar del daño irreparable que nos han infligido en esta derrota acreditada del 17-A: en las vidas humanas destruidas, en la confianza erosionada y en la discordia sembrada, mantenida en sordina gracias a la psicoterapia social que ha venido a sustituir a la política democrática, tal como señaló Susan Sontag tras los atentados del 11-S en Nueva York y Washington.
No es novedad y entra en los planes terroristas. La víctima se siente culpable y termina dañándose a sí misma. Cada atentado enerva en nuestras sociedades reacciones autodestructivas: entregar nuestros valores democráticos y liberales, culpabilizar al extranjero de piel oscura y religión distinta, transferir sobre el adversario político la responsabilidad de nuestra desgracia o reducir el espacio de la libertad de expresión, una forma también de transferencia de culpas sobre los humoristas, los periodistas, los artistas o los intelectuales. Es decir, acercarnos al rostro siniestro de quien nos ataca como si quisiéramos asemejarnos a él. Nadie escapa, ni unos ni otros, a la atracción por este síndrome de suicidio liberticida y menos en momentos de alta tensión política como el que sufre actualmente España, de la que nos ofrecen abundantes y diarias muestras el pozo oscuro de las redes sociales en el que se reflejan en forma grotesca y lacerante las ideologías políticas.
Por una parte, los Gobiernos realizan esfuerzos ímprobos de imperturbabilidad, porque saben que caerá todo el peso del desprestigio sobre el primero que muestre su habitual y mezquina propensión al aprovechamiento de cualquier momento emocional para sacar ventaja política o electoral. Por otra, cada uno atiza a los suyos para provocar y obtener del adversario político el fallo que ellos evitan, al igual que hace el delantero con el defensa en cuanto entra en área de penalti. Hay un falso luto que cubre esta escena de tensión, destinada a crecer en los próximos días, a medida que se acerca la fecha ahora innombrable del primero de octubre.
La pertinaz entrevistadora de La Sexta que es Ana Pastor le preguntó al presidente Puigdemont el pasado domingo cómo pueden afectar estos hechos al proceso y a la convocatoria del primero de octubre, obteniendo un pujolista “ahora no toca” que no suscitó esta vez ninguna repregunta. El “respeto a las víctimas” evocado por Puigdemont se convierte así en la justificación de un tabú dictado unilateralmente a los medios desde el mismo momento del atentado, de forma que a la niebla parlamentaria y jurídica del camino hacia el referéndum ilegal se suma ahora la espesa cortina de una prohibición de apariencia moral para el ejercicio del derecho a pensar y a formular las preguntas más incómodas a las que está obligado el periodismo responsable.
La pregunta sobre el 1-O no relaciona el independentismo con los atentados, ni establece relación perversa alguna, ni como causa ni como efecto, como insidiosamente han venido propagando con sus amalgamas y tergiversaciones el Gobierno de Puigdemont y sus portavoces desde el mismo 17-A. No hay semejanza con los atentados de Madrid del 11 de marzo de 2004, en los que fueron el ocultamiento culpable de la autoría y luego las mentiras y las invenciones conspiranoicas los elementos determinantes para la opinión pública, primero en los resultados electorales y luego en los desperfectos sobre el prestigio de Aznar y de su gobierno. Ha sido en cambio la memoria de aquellos atentados la que ha gravitado sobre la actuación de los responsables políticos, Ayuntamiento, Generalitat, Gobierno español, con la clara conciencia del momento definitorio al que se enfrentaban, lleno de riesgos pero también de oportunidades, y esperando unos y otros que fuera el adversario quien cometiera errores semejantes a los del PP hace 14 años.
Para Puigdemont ha sido el momento de mostrar que preside un Gobierno competente y moderno, capaz de gestionar una crisis de esta envergadura precisamente a pesar del handicap que significa la tensa y absoluta dedicación durante su mandato al proyecto de referéndum del 1-O. Para Rajoy a su vez, apoyado en la inacción y en el retraimiento que le han caracterizado desde el primer día, es la ocasión de exhibir el perfecto funcionamiento del Estado de las autonomías en la comunidad más conflictiva y en un tema tan sensible como la lucha antiterrorista. El éxito reconocido por todos de los Mossos d’Esquadra, curiosamente, satisface ambas pretensiones, y confirma a ambos presidentes respecto a sus respectivas actitudes ante el 1-O, el gran tabú de esta crisis sobre el que no caben preguntas ni se aceptan comentarios.
El interrogante que ahora se plantea, legítimo, apropiado, incluso obligado desde el primer momento, es saber cómo compaginarán ambos Gobiernos, el de Rajoy y el de Puigdemont, la exigencia de unidad y de coordinación y la demanda de confianza que surge del conjunto de la población, la catalana pero también la española, con el plan del referéndum del 1-O. Se trata de una pregunta molesta, de apariencia impertinente incluso debido a la dificultad o incluso a la imposibilidad de una respuesta seria y satisfactoria, pero perfectamente lícita e incluso de obligada formulación para los periodistas, que nos debemos ante todo al derecho a la información de los ciudadanos y no a las conveniencias o a los intereses de los Gobiernos y de los dirigentes políticos. Así es como son esas sociedades libres y abiertas que los terroristas quieren destruir.
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