¿Qué perdió Cataluña en 1714?
Las cortes catalanas dieron beneficios sociales y colectivos a la plebe, de ahí la resistencia popular a las tropas de Felipe V
A nadie se le escapa que el enrarecido clima político actual ha condicionado el discurso histórico en torno al Tricentenario de 1714. Si, en general, la impronta del discurso soberanista ha marcado la conmemoración, caracterizada por la idealización y la simplificación en detrimento del análisis, en las filas españolistas los resultados no han sido distintos. Diversos historiadores y escritores han glosado las supuestas excelencias del nuevo régimen borbónico que barrió la vieja estructura política catalana y alumbró el despegue económico, gracias a las bondades del despotismo supuestamente ilustrado.
No hace falta ser nacionalista para sostener que la evolución constitucionalista que culminó en las Cortes de 1701 y de 1706 constituía un avance indiscutible en la línea del parlamentarismo, partiendo de la base que las leyes estaban por encima del príncipe.
Las Constituciones catalanas amparaban beneficios sociales colectivos en los ámbitos de la guerra, la fiscalidad, la economía, la justicia y la libertad, más allá de los que gozaban los privilegiados. Un dato a tener en cuenta para entender la resistencia popular de 1714 a favor de unas libertades nada etéreas.
Quienes cuestionan tal evidencia afirmando que se trata de una especulación virtual, de una mitificación, no hacen más que negar la realidad del modelo catalán, fundado en una enraizada cultura constitucionalista frente al poder del rey, diferente al de Castilla, en el seno de la monarquía compuesta.
La liquidación del Estado catalán y de los mecanismos de participación política (Corts, Diputació del General, municipios) constituyó un claro retroceso político
Lo real y tangible son los resultados legislativos de aquellas Cortes que, según Felipe V, dejaron a los catalanes más repúblicos que el parlamento abusivo de ingleses. Incluía avances como el Tribunal de Contrafaccions, que daba curso a las reclamaciones contra las actuaciones de los oficiales reales y señoriales contrarias a las leyes.
La liquidación del Estado catalán y de los mecanismos de participación política (Corts, Diputació del General, municipios) constituyó un claro retroceso político. No se trataba de una democracia, sino de un sistema representativo que daba voz a los estamentos. Que admitía en los consejos municipales la presencia de los artesanos, es decir, del hombre común, por cuya razón el marqués de Gironella aconsejó a Felipe V que debía aprovechar la conquista para exaltar la autoridad de la verdadera nobleza, cercenando la demasiada de la plebe.
Por el contrario ¿Qué modernidad significaba la Nueva Planta? Un sistema que impuso el nombramiento directo de los cargos o su venta, que estableció una militarización que afectaba incluso al cargo de corregidor, que dio alas a una corrupción municipal que falseaba el reparto del catastro, bajo el amparo del capitán general.
Fueron tantas las protestas de los gremios entre 1740 y 1770 (evocando siempre el mejor sistema anterior) que el Consejo de Estado se vio obligado a incoar investigaciones: el gobernador de Lleida, Mateo de Cron, fue considerado culpable de mala administración, embrollos y usurpaciones, sin que fuera apartado del cargo porque era militar, como también sucedió con el capitán general marqués de la Mina.
En Cataluña a medida que avanzaba el siglo, mientras el desarrollo económico se afianzaba, el divorcio entre poder político y sociedad crecía. Como si el tiempo no hubiera pasado, en 1773, durante la revuelta contra las quintas, los gremios crearon una Diputación, organismo destinado a hacer frente a la situación.
Las autoridades borbónicas no dudaron en calificarlo como un cuerpo republicano incompatible con la soberanía para establecer en Barcelona una democracia contraria a las leyes. Partían del clarividente (y nada ilustrado) supuesto de que a los vasallos solo incumbía la gloria de obedecer. Un principio, impuesto por las armas en 1714, extraño a la cultura política de los catalanes.
Joaquim Albareda es catedrático de Historia Moderna de la UPF
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