Aquella Rambla
El recuerdo de las víctimas del 17 de agosto obliga a replantear el futuro ciudadano de la gran arteria barcelonesa
Vivo desde fuera de Barcelona la tragedia en La Rambla, la Diagonal y Cambrils, la sigo por medios y redes y por teléfono con mis íntimos. Es una conmoción extraña: ves pasar las imágenes y lees y oyes comentarios sobre el ataque a un lugar que has frecuentado mucho por razones familiares y de trabajo, incluso en estos últimos años en que la marea turística ha logrado que tantos barceloneses se hayan sentido expulsados de él. ¿Cuándo fue la última vez que recorrí La Rambla entera, todos sus tramos? De Canaletes a Colón, hace mucho, ni me acuerdo. Desde la calle Hospital hasta la plaza de Catalunya, esta primavera al salir del teatro Romea. Crucé un atardecer oscuro de este invierno la Boqueria y no la reconocí, lo que vi me asombró y me apresuré a dejarlo atrás. Años sin comprar allí. Mi Rambla es corta: hasta o desde el mosaico de Miró a uno y a otro lado. La mínima expresión de La Rambla. La que recorrió la furgoneta.
Silencio en las calles, sobre todo en Gràcia, con la fiesta interrumpida, y cuando se reanuda, sin música. Constatación de la tardanza y frialdad del Estado. Si La Rambla estaba protegida o no. Sorpresa de ver en los Mossos una policía protectora y eficaz.
Retengo todo esto que me cuentan por teléfono y sigo pensando en La Rambla que era hasta el pasado jueves. Por la Boqueria se largó a pie entre la gente que corría asustada el conductor de la furgoneta del terror. Como si lo conociera bien. El mercado es un zoco de mezcla humana intensa: de países africanos y latinoamericanos entre los que venden y de los diversos tonos de piel entre los turistas que van a hacerse fotos con el móvil en medio de la variedad de pescados, frutas, verduras, especies y mariscos. Un chaval árabe con camiseta a rayas andando pasó del todo desapercibido. Por cualquier callejón del Raval, de Ciutat Vella entera, habría caminado sin notarse. Es La Rambla.
Los días anteriores al atentado estaba pensando precisamente en ella y el Raval. Los periódicos han contado este agosto hasta qué punto se ha expandido en el barrio la droga, ahora despachada en pisos. Viviendas vacías, o de vecinos que estaban de vacaciones y que al regresar se han encontrado su casa ocupada por traficantes. Ocupaciones sin k: son los narcopisos. Puede que incluso haya aplicaciones para móvil o indicaciones en los planos de Google para encontrar esa veintena de pisos, pues los vecinos a menudo ven gente que no aparta la vista del móvil hasta llegar al lugar de compra. Cuenta el reportero Germán Aranda lo que ha visto y oído: mochileros en busca de drogas, fondos buitres que compran pisos y los dejan vacíos, vecinos que abandonan el barrio. Acció Raval ha publicado un plano detallado de los narcopisos, incluye hasta una papelera desbordada de restos del consumo de heroína, crack, cocaína, éxtasis y más. Una comisaría de policía al lado, pero al parecer no hace mucho. Tampoco el Ayuntamiento puede controlar todavía los narcopisos. En la calle Roig, los vecinos se decidían este mes a salir a la calle y a montar caceroladas nocturnas de protesta. Un Raval siempre estigmatizado, a pesar de contar con una densa sociedad civil que evita otros problemas. La violencia racista no supera aquí a la conllevancia entre vecinos, es cierto. Pero la droga y la muerte campan.
Los narcopisos son otra variante turística: el narcoturismo. Me lo advirtió hace unos 10 años en una entrevista Enric Canet, sacerdote y sociólogo del Casal dels Infants: el nuevo uso de la gran arteria de La Rambla, el turismo masivo, a menudo escaso de dinero, estaba ya entonces derivando hacia el Raval a los clientes de droga. Narcoturismo. Y ahora, esto, la furgoneta.
Antes del maldito jueves 17, las conversaciones de verano giraban en torno a las protestas, muy variadas, contra los excesos del sector turístico. La Barceloneta se ponía en pie, se denunciaban los pisos turísticos ilegales aquí y allá, y más protestas que ha habido.
Y ahora, esto: 10 de las quince víctimas mortales del atentado son turistas, uno de siete años. Habrá que recordarles, cuidar a sus íntimos, componer canciones a todos los muertos, entre ellos otro niño, de tres años, y a los 132 heridos, siete en estado crítico mientras escribo. Su memoria obliga a replantear La Rambla, alma del Raval y de toda Ciutat Vella, de Barcelona entera y más. Es cuestión de seguridad, pero no solo. Se trata de que La Rambla vuelva a ser ciudad.
Mercè Ibarz, escritora y profesora de la UPF
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.