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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Rajoy en la estación de Francia

No hay mejor descripción de la política del PP en Cataluña que el accidente del tren de Rodalies que chocó en la vía 11

Francesc Valls

Lo más lógico sería que alguien pusiera sentido común y buscara salida a la situación. Todas las apariencias apuntan a que el tren capitaneado por Junts pel Sí se estrellará contra las defensas constitucionales del PP, tal como le sucedió hace unos días al convoy de Rodalies en la vía 11 de la estación de Francia. Las imágenes de vídeo son elocuentes: el tren se dirige irremisiblemente hacia los topes inamovibles, sacudiendo a todos los vagones y perforando la máquina.

No hay mejor descripción de la política del PP en Cataluña que el accidente de Rodalies. Nada nuevo para un partido capaz de prodigarse sin sonrojo en gestas de la mejor escuela populista. Como ese vídeo que compara los logros del Gobierno central en materia de empleo con la llegada del hombre a la Luna o la caída del Muro de Berlín. Es cierto que el paro ha bajado de los cuatro millones de personas por primera vez desde comienzos del 2009.

Pero el mercado laboral es rehén de la estacionalidad y son temporales el 73% de los 349.000 nuevos contratos, con lo que finalizada la temporada turística la cifra de parados podría recuperar viejas hechuras y superar los cuatro millones de personas.

Lo importante, sin embargo, era el impacto publicitario. Había que borrar la imagen oscilante, entre prepotente y frágil, que el presidente dejó en la retina de muchos españoles 48 horas antes, al declarar como testigo ante la Audiencia Nacional. El guion del poder exigía que el Rajoy estadista tomara el relevo al Rajoy de la trama de corrupción en el partido que dirige y cuya gestión económica aseguró desconocer. Tocaba salir, pecho henchido, y sustituir el dubitativo “no sé, no me acuerdo” de la vigilia por los logros en materia de empleo y por la ración habitual de aplomo constitucional. Y en este sentido, la ley como fin superior y último arrebató la bandera a la formulación de cualquier propuesta, en un claro ejercicio de cómo se articula más que el conservadurismo el inmovilismo absoluto.

Conocedor de los mecanismos del poder, en su triunfal rueda de prensa, Rajoy aseguró que un Gobierno, en este caso el catalán, “no puede estar anunciando a todo el mundo que quiere liquidar la ley”. Hay juegos que son para la intimidad y de ellos no se debe hacer ostentación. Su declaración como testigo en el caso Gürtel fue una muestra de que hay cuestiones que deben llevarse con discreción. Como su elocuente silencio, disfrazado de desconocimiento, sobre cómo se había financiado el partido que ahora preside, en el que durante 31 años ha calentado banquillo de ejecutiva y del que ha dirigido cuatro campañas electorales.

Y para Cataluña, según Rajoy, solo cabe la ley. Mientras, en el otro lado de la estación, el convoy de la auto-convicción independentista avanza declarativamente a toda máquina. Si para aprobar un nuevo Estatut se precisan 90 de los 135 diputados de la Cámara catalana, para encarar la independencia, con 68 es suficiente. Signos de los tiempos. La reforma exprés del reglamento del Parlament busca su reflejo en la escasa calidad democrática de la modificación del artículo 135 de la Constitución, esa que inyectó por vía intravenosa la estabilidad presupuestaria a la Ley de Leyes española.

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Las urgencias, en Cataluña o en el conjunto de España, son malas consejeras. Pero el inmovilismo y la ausencia de política no aportan soluciones. Y en ese sentido, la rueda de prensa de Rajoy no podía ser más desalentadora: “No habrá ningún referéndum el 1-O; no lo habrá porque el Tribunal Constitucional ha dicho que es inconstitucional y por lo tanto ilegal”. Tampoco ninguna pista sobre qué pasará después del 1-O: “Necesitamos mesura, moderación y sentido común, y eso es lo que tiene que venir tras el 1 de octubre”. Ninguna propuesta más allá de recetas alrededor del genérico llamado ley que lo cura todo menos la corrupción.

La política brilla por su ausencia y no asoma ni el más sencillo esbozo de proyecto. El diálogo al que dice estar dispuesto Rajoy se agota en su propia formulación, pues carece de estrategia negociadora y no tiene otra hoja de ruta que el poder coercitivo del Estado. Con esos mimbres no se construye solución alguna. Al contrario, se retroalimenta al independentismo en un diálogo de sordos que hace inaudible la máquina acercándose a la estación donde las imperturbables defensas constitucionales aguardan su turno.

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