Frutos y cultura del Mediterráneo
No hay una cocina única, unitaria o transversal, ni falta que hace; pero sí la materia prima invisible que la naturaleza ofrece
El perfil de un salmonete, pescado territorial, menor, que habita con sus barbas pegadas a las rocas litorales y los fondos grises, de gran belleza, consideración en la mesa, debería figurar como un logo, código digital o moneda común, en un diseño natural que identifique la diversa complejidad de la gente del Mediterráneo. Otro posible elemento marino compartido es el pulpo —no solo son ‘gallegos’— cuya estampa fantástica se ve pintada en la panza de las cerámicas antiguas. En las monedas de bronce, y en el relato de los murales y pavimentos de mosaicos de piedrecitas de colores, está la iconografía de dioses y la fauna de bolsillo y global.
La naturaleza que fluye en los mercados alterna con la mitología de este mundo interior y enorme definido por la guerra y sus tragedias, las migraciones y las colonizaciones. Este mar ahora tan construido y frecuentado en sus litorales suscita una sola cultura porque comparte el viento, los dramas imparables, los viajes e, igualmente, los mismos pescados en sus esquinas: salmonetes, pulpos, jureles, sepias, también lampugas, ‘raors’, atunes, calamares y langostas rojas, boquerones / anchoas.
Además del color del mar que sube al cielo, se ven las mismas cúpulas de bronce y el rastro del fuego del alba y el ocaso; se maneja la sal que conserva, saborea y destroza y se goza del aceite de oliva que cura, confita y moja las rebanadas de pan de trigo, otro inevitable en la identidad gastronómica. El aceite zumo de los frutos del árbol milenario o juvenil pero artificial —es de injerto, hijo del acebuche— dora las ofrendas globales: el mismo pescado frito y estrella con puntilla los huevos.
Las vides y los vinos ilustran el Mediterráneo, históricamente desde su Oriente griego y romano viajaron las cepas en las bodegas de barcos junto a ánforas de ida y vuelta; los pecios guardan la memoria de naufragios y batallas perdidas contra las rocas, pies de vid de 2.000 años yacen, con almendras y bastantes semillas, al lado de los grandes clubes náuticos de los nuevos bárbaros del norte con sus yates-bólidos. Este mar con iglesias, templos y mezquitas, se definió por el negocio y tráfico inmoral de personas, esclavos y cautivos, otro comercio de ida y vuelta de identidad.
Nuestro mar y sus sociedades cambiantes y convulsas comparten las ‘lecturas’ semejantes de los idénticos frutos de la misma pesca: peces, moluscos, crustáceos. Toda la fauna y flora tan útil para todos se explican en el idioma propio de la mesa y en la boca el lenguaje comunal de los deseos, la necesidad y la costumbre, una cultura finalmente marinera, de pescadores y cocineros. Ante el fuego y la mesa, se sustancia esa realidad preservada por los ritos.
No hay una cocina única, unitaria o transversal, ni falta que hace, pero sí la materia prima invisible que la naturaleza ofrece bajo el manto azul o turquesa. Todo este territorio en sus primeras representaciones cupo en los atlas y portulanos en la piel curtida de un cordero, un pergamino. La fauna marina de los mapas trazados sin satélite contaba con los mismos protagonistas comerciales que ahora afloran a la venta, excepto las tortugas protegidas. Los salmonetes y otros peces menores, son los pescados comunes de las piedras de las pescaderías contemporáneas, ahora con hielo, acero y espuma blanca, demasiado pobladas de capturas de granja, uniforme y grasas.
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