La contagiosa putrefacción de los cuerpos
La corrupción del cuerpo policial es la penúltima degradación social

Espero que algún economista tenga paciencia para ordenar en una gran enciclopedia las hazañas de los políticos cazados con las manos en la masa. Cuantificar el botín, inventariar el saqueo y enumerar el pillaje ayudará al lector a entender el coste de la indolencia. Entonces recordará los años aquellos en que su alimento fue la credulidad. Aquel tiempo feliz en que celebraba las consignas de la propaganda, adquiría con emoción el temblor de los líderes carismáticos, prescindía de cualquier sospecha razonable, descartaba las contradicciones visibles, desechaba los indicios inquietantes, despreciaba las informaciones incómodas y con el entusiasmo de los partidarios, siempre sumisos y sólo por ello cómplices, desmentía y difamaba las denuncias de los osados o insensatos.
Espero que algún psicólogo tenga la perspicacia de identificar en una gran enciclopedia los trastornos causados por la corrupción. La destrucción del lenguaje, perfeccionada por la negación de lo evidente que lleva a cabo la autoridad. El déficit cognitivo, fomentado por las instituciones que sostienen el poder hipnótico de su retórica. La perturbación moral, que impide la firmeza de juicio y la sustituye por la adhesión tribal. Y la enemistad manifiesta hacia la razón, consejera siempre tan impertinente.
Y espero también que algún criminólogo tenga tiempo de redactar, antes de que sea demasiado tarde, el inventario de lo peor. Lo que no ha sido dicho, lo que no se quiere ver. La financiación ilegal de los partidos ha requerido organizar jerarquías de profesionales aficionados al saqueo y son éstos, círculos de impunidad injertados en el Estado (con su famélica rapiña, sórdida codicia y ridícula petulancia), los que inevitablemente atraen a organizaciones mafiosas expertas. El descaro de los pillos que intercambian piropos en sus conversaciones telefónicas, es un reclamo para los criminales que no van de bromas.
Tan bestial es la culpa de los políticos y ciudadanos que auspician, aplauden, practican o consienten cualquier indulgencia con la corrupción. Su complicidad, enmascarada por discursos que nos hacen ruborizar, es el exordio que pondrá a la sociedad en manos del crimen organizado.
Hay en la isla de Mallorca dos ejemplos que deberían hacer sonar la alarma social, ya que la sordera de las instituciones parece tan tenaz como irreparable.
La corrupción del cuerpo policial es la penúltima degradación social: la corrosión del Estado, la suspensión de la ley, el retorno a la violencia, el desamparo y la indefensión. Una decena de policías municipales de la ciudad de Palma, encerrados hoy en la prisión, amenazan desde su celda a los cargos públicos que han denunciado sus redes de chantaje y extorsión, publican artículos en la prensa anunciando su venganza y es tal impetuosa su ferocidad que el fiscal y el juez encargados de investigarlos han pedido protección policial y permiso de armas (al menos hasta que a la Guardia Civil se le encargue la dirección y saneamiento del cuerpo municipal).
Como complemento a tan descarnado espectáculo, se expande el penoso estropicio de la Universitat de les Illes Balears. En su campus se producen escenas de amedrentamiento, amenazas y hostigamiento contra profesores incómodos que se desea expulsar de tan benemérita institución.
Este es el balance que en el 2016 podemos hacer de la década corrupta: la putrefacción de unas instituciones incapaces de desempeñar su tarea civilizadora. Sus responsables se han acostumbrado a convivir de tal modo con la concupiscencia criminal de los políticos corruptos, procesados y condenados, que su atrofia moral y déficit cognitivo ya es comparable al de la mafia.
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