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La abuela del libro electrónico

Google resucita el interés por la Enciclopedia Mecánica de Ángela Ruiz que custodia el Museo de Ciencia y Tecnología

Enciclopedia mecánica de Ángela Ruiz.
Enciclopedia mecánica de Ángela Ruiz.MUNCYT

“Después de muerta, que me dejen tranquila”, decía Ángela Ruiz Robles cuando en los setenta, ya jubilada de sus mil fatigas de maestra, seguía peleándose en Madrid con el ministerio para llevar a las aulas su Enciclopedia Mecánica, un invento revolucionario con bobinas, teclas, luz y hasta sonido que, condensado en un maletín, aspiraba a “aliviar” la espalda y la cabeza de los escolares de la postguerra. Tan tranquila la dejaron, que este mundo ingrato de tabletas y smartphones cuenta con los dedos de una mano las fechas en las que, desde su muerte en 1975, se ha acordado de doña Angelita, verdadero eslabón perdido en un astillero de Ferrol entre el papel impreso y el libro electrónico.

Pero el lunes, insospechadamente, doña Angelita fue noticia. La viuda de luto, moño y pendientes de perla, abuela del aprendizaje intuitivo, táctil y visual, vivió su resurrección digital de la mano de Google. Al dedicarle su doodle (logo alternativo de cada día con el que se recuerdan efemérides), la compañía estadounidense ha provocado una avalancha de llamadas y visitas al Museo Nacional de Ciencia y Tecnología, con sede en A Coruña, donde se conserva el único prototipo que logró confeccionar la pertinaz inventora y docente.

Tenía tanto tesón como ojeras, y en su deseo de hacer realidad la Enciclopedia Mecánica, el principal —que no el único— de sus ingenios, recorrió España dando conferencias, haciendo declaraciones a la prensa, llamando a la puerta de muchos despachos y unas cuantas editoriales. Recibió todos los premios posibles, incluidas la Cruz de Alfonso X El Sabio y medallas en Bruselas. Pero ni la carta que le envió al ferrolano Franco pidiendo su apoyo económico valió para nada. La de doña Angelita, que no quiso exportar su idea cuando tuvo ofertas de Estados Unidos (mientras aquí las escuelas seguían con suelo de tierra y lámparas de carburo), es la eterna historia española del talento desaprovechado.

En Ferrol aún quedan muchos alumnos de Ángela Ruiz, la maestra leonesa (Villamanín, 1895) que una vez aprobadas las oposiciones tuvo su primer destino en la escuela de Santa Uxía de Mandiá y ya nunca marchó de la ciudad gallega, donde enseñó a niños y obreros. Como recuerda María José Menaya en un pequeño libro colectivo sobre doña Angelita que publicó en 2013 el Ministerio de Economía, en 1936 le abrieron un expediente de depuración por hacer una suscripción de 50 céntimos al mes a favor de las familias de maestros presos en Asturias en la revolución de octubre del 34, pero el caso se archivó seis años después. En la misma ciudad militar, enseguida fue capaz de convencer a los mandos del Ejército para que fabricasen en el Arsenal de la Armada, orgullo bélico, su invento civil y civilizado.

La Enciclopedia Mecánica en castellano, inglés y francés que parieron los soldadores de la Marina era de bronce y hierro y pesaba como una cartera cargada de libros. Los carretes intercambiables con las lecciones, protegidos con plexiglás, estaban manuscritos por ella misma. El objetivo de Angelita, que pagó la patente número 190698 con fe ciega desde 1949, era popularizar su “procedimiento mecánico, eléctrico y a presión de aire para la lectura” en plástico y nailon, con un peso inferior a 150 gramos y un precio de 75 pesetas. Nunca llegó a verlo sobre los pupitres.

Pero eso no impidió que a lo largo de su vida no facilitase todo lo que pudo las cosas a sus alumnos. Sacaba el tiempo de debajo de las piedras, evitaba perderlo en “conversaciones de tipo corriente”, se inspiraba “con el silencio”, para "escuchar al futuro, que nos habla", y escribía libros de noche. En clase explicaba las lecciones con dibujos y en su afán por sintetizar lenguas, intentó introducir el esperanto. Le gustaba definir la enseñanza como un deporte. “A las criaturas que traemos al mundo, tenemos la obligación de ponérselo más fácil”, defendía, “todo lo que se nos presenta ante los ojos es mucho más potente que la palabra hablada”. Por la mañana, al llegar a clase, preguntaba a los críos si habían desayunado. Tenía siempre a mano leche en polvo y agua caliente por si acaso.

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