Setas y mitos
Los contrastes y sutilezas de los hongos, que tanto fascinan a los insulares, son del todo ajenos a la carne, verdura, fruta, tubérculo o pescado
Tras las pausas de lluvia en el calendario de sol, al final del verano, en rincones del sotobosque brotan como rumores las setas, secretas y fugaces y que tanto fascinan a los insulares.
Los nativos sienten curiosidad militante por los hallazgos de ciertos hongos y los fruyen con pasión y creencia en su oficio habitual en la mesa. La búsqueda y el consumo obedecen al dictado depredador, al eco de una memoria abstracta del primitivo homo cazador-recolector, aquel que fue antes de saber domesticar plantas y cultivarlas para lograr cosechas.
En el suelo de los paisajes silvestres y en los bordes de las fincas surgen y se hallan, periódicamente, otros frutos espontáneos, que también son rarezas gastronómicas: caracoles y espárragos, precisamente.
Con caracoles y espárragos, son frutos espontáneos y rarezas del bosque
La recolección de setas, caracoles y brotes de esparraguera son ejemplos de la pervivencia de las costumbres arcaicas, del uso sostenido de los alimentos espontáneos que la naturaleza ofrece en sus temporadas de manera desigual.
Uno de los casos que confirman la mitificación de estos esporádicos productos naturales salvajes es el esclatassang (pebràs, en Ibiza; rovelló en Cataluña; níscalo en el resto), seta reverenciada hasta más allá de la lógica entre los pobladores de las islas. Es un trofeo para un homenaje de boca.
La cotización / consideración del valor de los escasos esclatassangs autóctonos que salen a la venta pública multiplica hasta por cuatro el precio que se pagan por ejemplares semejantes recogidos en tierras continentales. La minoría mínima es la local.
‘Esclatassang’, (‘pebràs’ en Ibiza, ‘rovelló’ en Cataluña, níscalo) es la deseada
Los comedores y catadores aluden a aspectos casi telúricos para marcar las fronteras entre las distintas piezas, citan la sangre, integridad y pureza de los autóctonos (de aquí) ante la palidez, escaso sabor, moho verde y posibles rastros de arena en los dichos “de fora”, forasteros. Hay quien apura distinciones según los montes donde se recolectaron.
El ambiente y perfume de la superficie del bosque de pinos, encinas y lentiscos del Mediterráneo insular que se identifican en los esclatassangs insulares son diferentes a los del resto, los del continente, Pirineos, Castilla o Centroeuropa. La calidad de su carne marca exclusiones. La constatación de las diferencias surge de una vocación militante y de la exigencia de pureza de sabores.
La cocina de setas y hongos tiene una expresión limitada en los platos insulares. En las cazuelas aparecen las porciones —triangulares— de la seta reina (esclatassang), que aporta su entidad a guisados/escaldums, arroces de celebración matancera, las frituras de compañía del lomo o embutidos rojo o negro.
Solitarios, asados o fritos, expresan sus mejores virtudes en ofrenda. El ritual del festejo cierra la expedición del descubrimiento de los frutos salvajes del bosque, con su carga simbólica de enclave-reserva de algunas esencias, misterios y orígenes.
Otro universo semejante aunque de otra textura aparece en la colección de bolets (boletos) de tierras autóctonas, genéricamente llamadas gírgoles, para distinguirlas de la seta/alfa: el esclatassang. Son las blaves, cogombres, especialmente también los dorados picornells y los peus de rata.
Las frituras desnudas, en macedonia o monográficas, de esas setas sueltas conforman una sucesión de bocados sabrosos, variados, una catarata de mordiscos interesantes porque evoca un origen y una materia poco habitual.
Las blaves en sartén, apenas con perejil y ajo, constituyen un plato memorable, delicado, que destapa contrastes y sutilezas de las setas, del todo ajenos a la carne, verdura, fruta, tubérculo o pescado. En arroz seco y en soledad desde el sofrito, las setas como sujeto único, junto a las alcachofas, dan un bocado de excepción.
Las setas sin componendas trasladan la profundidad de la naturaleza, contagian los circuitos de los sentidos con informaciones sugerentes de escenarios vegetales, húmedos, profundos. El consumo remite al otoño fresco, a la exploración en silencio de rincones de sombra, espacios sin hollar, alfombras de hojas secas.
La mitificación del esclatassang —y del raor, también— enlaza con estas circunstancias de comidas de excepción, de trofeos logrados por el urbanita que no ignora los signos del cambio del tiempo en las nubes o que avizora los mínimos detalles que apuntan la posible existencia oculta de un agre (santuario) de setas.
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