Ahora sí es el post-pujolismo
Sería el momento adecuado para darse un nuevo plazo y racionalizar lo que está pasando, la pesadilla y el desconcierto
Los últimos abanderados del pujolismo intentan negar el efecto Chernobil que las confesiones andorranas de Jordi Pujol van a infligir en el panorama actual e histórico del catalanismo. Ni el romanticismo errático de Francesc Macià ni el aventurismo político de Companys habían llegado a tanto. El mito de la centralidad convergente desaparece como por arte de maleficio, ERC intenta quedarse con los muebles y el independentismo friki acampa a las puertas de la ciudad soñada.
En tales circunstancias, ¿qué otra cosa le quedaba por hacer a Artur Mas que pasar revista al más grotesco pastiche militarista de la semi-imaginaria resistencia de 1714? Eso sí que ya es post-pujolismo. Tras el Chernobil pujolista, ya nadie se acuerda de cómo fueron las cosas antes de Pujol, ni de cómo fueron en sus años de gobierno, cuando trepaba al Tagamanent todos los veranos para reiterar sus votos de adhesión a la nación irredenta.
Quien esto firma escribió hace años que algún día los no pujolistas tendríamos que defenderle, seguramente de sus seguidores más conspicuos. Por desgracia, cada día comprobamos que escribir de política es equivocarse todas las semanas. Por contraste, Jordi Pujol no se equivocaba nunca. Ahí estaba en su despacho de trabajo en la Generalitat, caminando arriba abajo, citando artículos de Le Monde y corrigiendo el destino de Europa. Pretendía imaginar una España de nueva vertebración hasta que descubrió de la noche a la mañana que aquella España, la de Salvador Espriu o del historiador Vicens Vives, ya no era posible, ya no servía. Se puso a pedirle a España un gran gesto de generosidad hacia Cataluña. Era su Cataluña, ciertamente.
Ahora mismo, toda ironía puede resultar fácil, pero más allá lo que queda es el estupor y la devastación que el affaire Pujol ha causado en las filas de sus antiguos votantes, entre sus fieles admiradores socialistas de Sant Gervasi y también entre españoles de toda condición que, claro que, cada vez menos, le consideraban un factor de estabilidad. Y al mismo tiempo, hay pavor en toda la trama sospechosa que va revelándose más allá del tótem caído. Seguro que se están quemando papeles y borrando pistas informáticas. De todo lo que la Convergència pujolista se propuso ser desde su fundación tal vez no quede nada. Mucha ceniza, pocos diamantes.
Estamos ante una página del historiador Salustio leída en forma de monólogo por el actor Joan Capri. De repente, toda la sociedad catalana vive de la sospecha o en la sospecha. Estupefactas, las clases medias de voto moderado presencian el reparto del botín, mientras Artur Mas dice seguir con su proyecto de consulta otoñal aunque sepa que no la hará. Quizás sería el momento más adecuado para darse un nuevo plazo, ofreciendo a la ciudadanía catalana la posibilidad de racionalizar todo lo que está pasando, la pesadilla y el desconcierto. Y a la vez, al borde de la paranoia histórica, hay quien habla de rearme, de afrontar heroicamente la agresión que España está practicando en Cataluña con sus invenciones malignas sobre Jordi Pujol. Es una extraña forma de afrontar una hora sombría que en nada responde a la exigencia de claridad a la que tiene derecho una sociedad plural.
En el pasado, el nacionalismo tuvo oscilaciones barométricas. Ahora el legado post-pujolista lleva a una muy honda depresión, de la que solo la inconsciencia histórica de ERC y un independentismo friki del todo ajeno a la continuidad catalanista parecen poder sacar provecho inmediato, si no ocurre que sus propios horizontes se angostan. La ingeniería institucional del pujolismo se resquebraja, el mito de la Cataluña transversal hace el ridículo, la imagen de Cataluña en toda España tardará mucho en restituirse y el grosor del abstencionismo pudiera ser espectacular.
Quienes se oponen a la iniciativa de secesión no podían imaginar un escenario indepedentista más abarrotado de tensiones por ahora irresolubles. Pujol acaba de ingresar ese escenario en la UCI. Pero quien sabe. En estos momentos, no es difícil imaginarse una comunidad cada vez más fragmentada, tierra de nadie en la que las tendencias de voto —de opinión— fluyen de forma casi vertiginosa. Con todo, la verdadera cuestión no es saber a quién beneficia más el fraude pujolista sino que anti-política puede provocar y, sobre todo, como podrá metabolizarlo una sociedad catalana que ya se veía saliendo de la crisis económica iniciada en 2008.
Habrá intentos de camuflar la magnitud del declive pero lo mismo se quiso hacer con Chernobil. En el caso de Pujol no se trata tan solo de un impacto político sino sobre todo moral. Al fin y al cabo, después de verse a salvo del hundimiento de Banca Catalana ya dijo que a partir de entonces las lecciones de moral las daba él. Quien pretenda minimizar las dimensiones del escándalo estará asumiendo una responsabilidad más bien adulterada. Está siendo como la nube aciaga de Chernobil. Algo desolador, nocivo y duradero.
Valentí Puig es escritor.
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