La modernidad de la modernidad
Es absurdo establecer una divisoria entre el D’Ors en catalán y el D’Ors en castellano porque lo que importa es D’Ors
La modernidad de la modernidad acabó siendo post-moderna. Ahora no sabemos dónde estamos. En la literatura catalana, el rastro post-moderno se evaporó al instante. Ha llegado el mix, entre la hamburguesa doble y los sushi del supermercado. Ya todo es post-algo.
Comparar la vitalidad cultural de la Barcelona de los años sesenta con la actual genera perplejidad. Existe una modernidad que aspira a la madurez y una modernidad satisfecha con ser amnésica. La Barcelona hiper-moderna, más moderna que nadie, acabó por carecer de espíritu crítico. Ese es el poso que dejó una modernidad empeñada tan solo en transgredir. No era así en los años sesenta. Fueron años de modernidad, pero empeñados en una emulación que consistía en sentirse parte de algo que abarcaba desde la literatura de Mercè Rodoreda a los poetas novísimos, a una amalgama tal vez irrepetible de innovación y continuidad.
Pasaron los años y quedaron atrás la poesía de Foix o la huella del Quatre al set. Se impuso oficiosamente una versión estética posterior a lo que todavía significa la poesía de Gabriel Ferrater, su parentesco con la de Gil de Biedma, el flujo constante entre Madrid y Barcelona, la acogida única de los escritores del boom latinoamericano o el impacto de unas Últimas tardes con Teresa. Aún con sus rasgos fantasmagóricos, el cine tuvo su Escuela de Barcelona. Se daba una interconexión entre una vitalidad intelectual y una industria editorial pujante. Incluso los anti-modernos percibían la bocanada de aire fresco.
Recordar aquellos años no es una nostalgia sino una constatación. ¿Qué ha pasado desde entonces? Incluso aquella modernidad pretendía a su modo, casi por instinto, una fidelidad a las cosas bien hechas, la idea de una ciudad magnánima, la gran ciudad. Todo eso era antes del lento emerger de lo que hoy se puede caracterizar como una megalomanía del particularismo cultural. Es todo lo contrario de lo que representó en su día el estreno de Ronda de mort a Sinera o la edición de Teoria dels cossos.
Rubió i Balaguer, el penúltimo gentleman de la sabiduría catalanista, decía que la cultura catalana no puede ser valorada íntegramente reduciéndola a la producción en catalán
Después de la naturalidad creativa, llegó la pretensión de aparentar mucho. Ha sido la época de una forma de ingeniería social aplicada a la cultura para que sea la voz de la nación irredenta. Por contra, no se trata de idealizar los años sesenta, sino de tener un elemento de comparación con la mediocridad que hoy predomina, de la que se salvan individualidades pero cuya atmósfera es de medianía. No tiene lógica presuponer que la cultura catalana tenga que ser nacionalista. No parece que la cultura finlandesa sea toda finlandista.
Lo que no pudo ser una herencia generosa de aquellos sesenta era la constatación permanente de una sociedad bilingüe. Rubió i Balaguer, el penúltimo gentleman de la sabiduría catalanista, decía que la cultura catalana, que desde la Primera Edad Media no se ha expresado literariamente en una sola lengua, no puede ser valorada íntegramente reduciéndola a la producción en catalán. Sin embargo, el establishment del nacionalismo catalán —el resistencialismo— se empeñó en un ilusionismo monolingüe. Es evidente que la lengua catalana, hasta la Constitución del 1978 pasó por la afrenta del régimen franquista, pero el hecho bilingüe de raíz venía siendo una realidad de siglos. Con la entrada de las tropas de Yagüe por la Diagonal, lo que llegó fue un trato de menosprecio oficial hacia la lengua catalana pero el castellano era un uso natural desde hacía largo tiempo.
Pongamos por caso: al serle negado el Premi d’Honor de les Lletres Catalanes a Josep Pla como a otros, ¿pesaban más algunos aspectos de su trayectoria política o su uso de la lengua castellana como infracción del código resistencialista? Por el mismo motivo, la generación del semanario Destino, un dato capital de los años sesenta, tampoco mereció la comprensión de lo que entonces ya se veía venir como un modelo estéril.
Ese mismo modelo estéril intentaría impedir que Mariona Rebull estuviese situada en la centralidad de la vida simbólica de Cataluña, de modo equiparable a los personajes telúricos de Víctor Català. Al fin y al cabo, ¿no hay mucha más vida y aliento real en las novelas en castellano de Juan Marsé que en los armatostes en catalán de Manuel de Pedrolo? Por la misma razón, es un absurdo establecer una divisoria entre el D’Ors en catalán y el D’Ors en castellano porque lo que realmente importa es D’Ors.
Ahí estaba, al menos, la modernidad intelectual de Cataluña y especialmente en los años sesenta de un siglo que ya se fue. ¿Modernidad o modernidades? La caravana pasa de largo dejando la post-modernidad a un lado. Cualquiera sabe que la creación es un hecho solitario y, por naturaleza, cualitativo, no cuantitativo. La cultura de Cataluña hoy está pagando el error nacionalista de haber trastocado la continuidad de lo mejor para aferrarse a la hegemonía de la cantidad.
Valentí Puig es escritor.
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