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El Constitucional da una salida jurídica a un problema político y permite desligar la consulta de la opción independentista
Hay un runrún creciente que tiende a decir que sí a la consulta, a la pregunta, al referéndum, pero no a esta consulta, no en estas condiciones, no en forma dirigida, no bajo la presión propagandística y programática de un poder del Estado (que debería representarnos a todos, y no a los soberanistas únicamente: la Generalitat) y un control abusivo de los servicios de información públicos (que debería hablar por todos y para todos y no solo para los soberanistas: la mayoría de los medios públicos de Cataluña). La sentencia reciente del Tribunal Constitucional, de acuerdo con los que saben traducir el lenguaje jurídico a la realidad, parece prestar argumentos convincentes para dar con una vía lógica y jurídicamente viable. Describe en forma didáctica los mecanismos para legalizar una consulta como la que se propone desde el Parlament.
La pega, para los soberanistas, es que ese es un mecanismo infinitamente lento y frustrante, anorgásmico, desilusionante, y sobre todo legal y procedimentalmente plagado de fases, etapas, formalidades, garantías y posibles obstáculos: tiempo, más tiempo. Pero la novedad que aporta esa sentencia es importante, creo yo, y sobre todo lo es para la izquierda a ratos titubeante, a ratos esquizofrénica, que tiene que decir sí y no al mismo tiempo, o emplazar su respuesta a la consulta a más adelante, porque lo prioritario considera que es sobre todo la consulta misma. Hoy lo tiene más fácil: puede argumentar con libertad y creatividad en favor o en contra de la independencia, que es el asunto de fondo, porque tiene ya una respuesta jurídica y fiable al modo de proceder para una consulta de acuerdo con la estructura legal del Estado.
No es que me haya vuelto de golpe legalista fanático; es que la experiencia en Cataluña de los últimos años demuestra que ante el impulso ideológico y ferviente del poder con todas sus armas enfiladas en la misma dirección, es la propia pluralidad ciudadana la que necesita la protección, el respaldo, la fortaleza de las mismas instituciones democráticas. Ese es el bien político por el que ha luchado la izquierda porque es la garantía (falible y a veces débil) que tanto las mayorías como las diversas minorías tienen para proteger su independencia frente al poder político. Por eso se vigila a los Mossos, por eso se abren diligencias contra altos cargos, por eso se juzga a consellers que han actuado con abuso de poder o como delincuentes. O el poder se vigila a sí mismo o no es poder democrático.
Me pregunto por tanto si esta sentencia ofrece o no argumentos útiles y democráticos precisamente a aquellos que, al menos en privado, deploran el solapamiento de dos cosas distintas y confundidas (hasta confundir a la misma izquierda). Hasta ahora reclamar la consulta equivalía políticamente a reclamar la independencia, y el recurso de aplazar la respuesta en favor o en contra ha sido una salida entre pueril y desleal con su electorado. Demasiadas veces algunas de sus declaraciones parecen escoger la táctica cautelosa de esperar a ver por dónde van las cosas y sumarse después a una o a otra posibilidad.
Hasta ahora reclamar la consulta equivalía políticamente a reclamar la independencia
El enredo ha dejado a la izquierda suspendida de una nube ideológica volátil, ligada a un accidentalismo oportunista que se condice mal con la racionalidad argumental y la ética de las convicciones. Mi impresión es que existe una salida novedosa y fértil porque promover una consulta ya no equivale políticamente a reclamar la independencia sino a disponer de las condiciones de igualdad y respeto democrático para que la consulta no sea un trámite electoral del poder hacia la independencia sino un medio para conocer el criterio de la población.
La encarnación política de ese discurso es débil, y pocos se animan a promover desacomplejadamente, con variedad argumental, con riqueza discursiva, con imaginación verbal, con humor y sin acritud una consulta por sus pasos legales y una respuesta negativa al proyecto de independencia, es decir, una vía tercera y mestiza o, mejor, simplemente democrática. Yo no he creído nunca necesaria esa consulta, y no la creo necesaria hoy porque la salud democrática de 35 años de ejercicio evidencia que los catalanes hemos podido votar por la independencia cuantas veces hemos querido, de acuerdo con el abanico de programas electorales representados en el Parlament.
Pero el discurso hegemónico dice lo contrario en Cataluña y ahora el Tribunal Constitucional parece haberlo entendido así y presta una salida jurídica a un problema político. Alguien tiene ahora que argumentar muy bien por qué no le gusta la vía del Constitucional. Es verdad que esa vía desinfla las prisas y las expectativas de inmediatez de los impulsores soberanistas y favorece la igualdad de condiciones para la pluralidad de posiciones, incluida por supuesto la opción independentista. De hecho, garantiza la integridad democrática del proceso. Ahora se trata de que disuada también de soluciones más expeditivas o temerarias.
Jordi Gràcia es escritor y ensayista.
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