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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Edificar lo duradero

Los congresos del Mobile Word o las Smart Cities son un éxito pero no tienen vocación de sedimentar nada en la ciudad

El escritor Rafael Chirbes rememoraba recientemente la Valencia de su infancia y afirmaba que el tiempo pasa más deprisa sobre las ciudades que sobre algunos libros. Era una forma de decir que las ciudades que perduran en el tiempo no son las de verdad, las de las calles y plazas que cruzamos a diario, sino las que construimos en nuestro imaginario a través de libros, películas y vivencias personales.

Una de las características de las ciudades es, en efecto, el cambio permanente, la falta de rutina, la constante posibilidad de sorprendernos y de conocer a gente diferente. Esta transformación incesante define a la ciudad, y lo hace acompañando otros dos rasgos de la identidad urbana. En primer lugar, el hecho de que la ciudad, al menos en Europa, sea un palimpsesto, una acumulación de capas históricas que se superponen y conviven a veces en armonía, pero casi siempre con ambivalencias y contradicciones. No en vano la memoria histórica y su expresión en el espacio público (los nombres de las calles, las estatuas, los monumentos conmemorativos) son una preocupación común y un motivo de controversia en la mayoría de ciudades europeas.

Ni el congreso de las Smart Cities ni el MWC tienen una traducción en cambios estructurales para Barcelona

Pero la ciudad no es solo una línea de tiempo, sino un espacio en el que conviven personas de clases, culturas y religiones muy diversas. Con la mezcla de poblaciones y de usos que incluye, la ciudad es a menudo imprevisible, desordenada e ineficiente, y este es el precio a pagar por el potencial de libertad y de igualdad que contiene.

La reflexión viene a propósito de la reciente designación de Barcelona como capital europea de la innovación, que reconoce su liderazgo en el mundo de las nuevas tecnologías y la gestión eficiente de la ciudad. El premio parece un espaldarazo a las dos principales apuestas municipales del momento: el congreso de las Smart Cities y el recientemente clausurado Mobile World Congress. Ambos eventos son un éxito en términos numéricos y mediáticos, en la medida en que congregan masivamente a los representantes de un sector económico en auge, ofrecen las principales novedades de un ámbito en el que lo último es lo mejor y, por el camino, tienen un impacto económico por la ocupación temporal de los hoteles de la ciudad.

El problema de esta apuesta no es solo que Barcelona haya priorizado el modelo de congresos como motor de desarrollo urbano, sino que ambas iniciativas no sirvan para generar una reflexión profunda sobre las implicaciones de la actual revolución tecnológica, ni tengan una traducción en cambios estructurales para la ciudad que las acoge.

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Así, por ejemplo, no se debería pasar por alto que hace pocos días la Unión Europea, la misma que otorga a Barcelona la capitalidad de la innovación, amonestaba a la ciudad por su excesiva polución y la conminaba a reducir en cuatro años el 21% del tráfico de automóviles. Mientras tanto, en el último congreso de las Smart Cities, se consolidaban los coches autoconducidos y se presentaba un nuevo modelo que puede ser aparcado en vertical con el fin de ganar espacio para más vehículos privados.

Si no edifica nada duradero, la innovación se convierte en un peligroso sustituto de la política

Una vez pasada la fascinación por la novedad tecnológica, parece obvio que estos nuevos modelos no hacen más que incentivar el uso del coche privado en el mismo momento en que la ciudad sobrepasa los límites tolerables de contaminación. La cuestión no es solo el impacto de la polución en la salud y la calidad de vida de los barceloneses, sino que el congreso no plantee también soluciones para promover un sistema de transporte público más accesible, eficiente y de calidad.

Tampoco el Mobile World tiene vocación de sedimentar en la ciudad más allá de los días del encuentro. Además de suplicar que se quede en la ciudad tras el 2018, sería interesante fomentar que su inversión sirva para dar un impulso a las universidades locales, favoreciendo programas de investigación, otorgando becas de intercambio, formando a los ingenieros y humanistas del futuro. En definitiva, enraizando, cristalizando, cambiando tendencias de fondo, ofreciendo horizontes de futuro a nuestros jóvenes: edificando lo duradero.

La innovación no es una apuesta exclusiva de Barcelona y, aunque a menudo se convierte en un eslogan sin contenido, no es necesariamente negativa. El problema es que su ambivalencia coincide con el vacío político generado por la crisis de las instituciones representativas y por la incertidumbre social de nuestro mundo fragmentado y sin certezas. Así, si no edifica nada duradero, la innovación se convierte en un peligroso sustituto de la política, que es el único instrumento que tenemos para gobernar la vida en común.

El momento coincide además con la erosión más o menos deliberada de instituciones públicas y privadas que, sedimentadas a lo largo de décadas, eran motor y reflejo de una sociedad civil activa y plural, y contribuían de manera decisiva a reforzar la democracia. El culto a la innovación aparece justo en el momento en que más ambición institucional necesitamos, y cuando más conveniente resulta disponer de estructuras que arraiguen, perduren y nos sobrevivan.

Judit Carrera es politóloga.

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