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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El salario del miedo

Alberto Fabra y José Ciscar intentan conducir a través de una trocha que cada vez se les complica más

Tomo una imagen prestada a Joaquín Ferrandis. Esta semana que acaba, ambos repasábamos la grave situación económica en que se encuentra la Generalitat con la deuda disparada, el déficit por las nubes, los ingresos por los suelos, la más que previsible falta de liquidez para hacer frente a los pagos más inaplazables (nóminas y paga extra de junio de los funcionarios incluidas), la nula capacidad de influencia del PP valenciano en las crujías del poder monclovita, brutalmente puesta en evidencia estos días por el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, sordo, ciego y mudo ante la alcaldesa de Valencia, Rita Barberá, que no dudó en bordear la humillación —“le rogué, le pedí, le supliqué— para evitar el peinado fiscal de las fallas decretado por el ministerio en una campaña que en las (malas) formas recordaba a la que puso en marcha Carlos Solchaga hace muchos años persiguiendo a los pequeños y medianos empresarios valencianos y que electoralmente tan cara costó a los socialistas.

La quiebra de la hacienda pública, el desprecio del Gobierno de Rajoy, el desvarío en que se ha convertido la gestión de los créditos avalados a los clubes de fútbol, la indecisión del Consell a la hora de encontrar una solución, siquiera de forma provisional, al nefasto sistema de financiación autonómica, la corrupción y su consiguiente correlato de debilitamiento de las instituciones han hecho de la valenciana una autonomía apestada cuando no hace tanto, apenas dos años, era el modelo a seguir por el PP en palabras de Mariano Rajoy.

Ahora mismo los responsables del Gobierno valenciano se asemejan a los personajes que describió Georges Arnaud en su novela El salario del miedo, que Henry-Georges Clouzot llevó al cine. La historia, conocida por todos los amantes del séptimo arte, cuenta los esfuerzos de un grupo de europeos, olvidados en algún país de Centroamérica, que intentan desesperadamente escapar de aquel lugar pero no consiguen el dinero suficiente para poder pagarse los pasajes. Cuatro de ellos aceptan un trabajo suicida: transportar un camión cargado de nitroglicerina a través de una carretera en pésimo estado, llena de baches, hasta las instalaciones petrolíferas de una compañía norteamericana con el objetivo de controlar el incendio de un pozo. Los recipientes de nitroglicerina viajan en la caja del camión, pero cualquier vibración, por mínima que sea, puede hacer estallar toda la carga.

Establecer un paralelismo entre los protagonistas de la película y los dos máximos responsables políticos de la Comunidad Valenciana no parece descabellado. No basta con sortear los socavones del camino, cada bidón que viaja en la caja del camión es una bomba de relojería que puede explotar a la mínima. Todos esos recipientes llevan una etiqueta en la que se puede leer: Blasco, Díaz Alperi, Ricardo Costa, Sonia Castedo, caso Nóos,… Alberto Fabra y José Ciscar intentan conducir a través de una trocha que cada vez se les complica más. Y nada les garantiza que, cumplido su trabajo, el salario que reciban les vaya a compensar. Quienes les han contratado no están muy satisfechos. Les señalan con el dedo censurándoles su labor, reclamándoles más recortes. Al fin y al cabo, sus patronos no tienen nada claro que tanto esfuerzo vaya a servir para algo positivo. Si sirve para algo la metáfora, hay que recordar que los dos protagonistas, pese a que uno de ellos llega y cobra su salario, mueren. Claro que la política, como la vida, no siempre tiene que ver con el cine.

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