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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cloacas y transiciones

Que un asesino de ultraderecha pueda trabajar para la Guardia Civil indica mucha complicidad

Es como si, en medio de la crisis de tantos tabúes, reapareciesen también algunos de los esqueletos mal enterrados de aquella Transición que se pretendió modélica pero tuvo mucho de sórdida. El pasado domingo, en este diario, un formidable reportaje de investigación revelaba que el asesino convicto y confeso de Yolanda González, el ultraderechista Emilio Hellín Moro, trabaja para la Policía y la Guardia Civil desde hace lustros, después de haber protagonizado un burdo proceso de cambio de identidad.

Cosas de la edad y del oficio, la lectura del texto firmado por José María Irujo me impulsó a hurgar en mi archivo, hasta dar con una pieza que recordaba sólo vagamente. Se trata de un volumen de más de 200 páginas tamaño folio, someramente encuadernado en cartulina negra bajo el escueto título de Sumario Yolanda González. Madrid, febrero 1980. No es, claro está, el sumario judicial, sino el dossier de prensa y otros materiales que los compañeros de Yolanda en el Partido Socialista de los Trabajadores (PST) elaboraron a raíz de su muerte, y del que obtuve por aquel entonces un ejemplar.

No eran, aquellos del invierno de 1980, tiempos fáciles para la naciente democracia. El 1 de febrero ETA había asesinado en Ispaster (Vizcaya) a seis guardias civiles, y dicho crimen inflamó a los ambientes policiales y a los círculos fascistas que les eran próximos. En las horas siguientes, miembros del siempre nebuloso Batallón Vasco Español daban muerte en Eibar a un simpatizante de Euskadiko Ezquerra, y en Madrid a una joven bilbaína de 19 años, estudiante de Formación Profesional en Vallecas, empleada de hogar a media jornada y militante trotskista: Yolanda González Martín.

Sus ejecutores la tomaron por etarra sencillamente porque era vasca, activista y de izquierdas, pero no deja de ser significativo el impudor con que la prensa capitalina más derechista dio por buena tal identificación: “Joven etarra, muerta a tiros”, “Hallados los cadáveres de dos presuntos etarras”, titularon Ya y Abc, respectivamente.

La rapidez —poco más de una semana— con que los autores materiales de la muerte de Yolanda, Emilio Hellín e Ignacio Abad (ambos, miembros de Fuerza Nueva) fueron identificados y detenidos, apunta a que las fuerzas policiales no tuvieron que buscar muy lejos de sus propias filas, y la impunidad de la que gozó el partido de Blas Piñar durante la investigación resulta también muy significativa. Nada más lógico, en tal contexto, que un pacto tácito: Hellín asumía toda la responsabilidad, a cambio de promesas de un trato penitenciario benévolo y de apoyo para cuando saliese de prisión.

Si, además de plausible, esta hipótesis es cierta, deberemos concluir que los aparatos del Estado han mantenido impecablemente su compromiso. Entre los asistentes al funeral madrileño por Yolanda estaban Marcelino Camacho, Enrique Barón, Juan Barranco…, alguno de los cuales asumió poco tiempo después altísimas responsabilidades institucionales.

Pero ni los Gobiernos de González ni los de Rodríguez Zapatero —no digamos ya los de Aznar o Rajoy— quisieron o pudieron levantar la protección sobre el asesino Hellín. Éste, pese a dos fugas de la cárcel (una de pocas horas y otra de tres años en Paraguay), cumplió apenas 14 de los 43 años de privación de libertad a que había sido condenado. Una vez libre, transmutó su identidad por la de un inexistente hermanastro…, y se puso a asesorar al Servicio de Criminalística de la Guardia Civil, sin que ni esta ni ningún otro cuerpo policial sospechasen nada de él, investigaran sus antecedentes o lo vinculasen con el verdugo de Yolanda González. Efectivamente: esto no hay quien se lo crea.

Cuando, en la Cataluña de estos últimos meses, se alude a la actividad de las cloacas del Estado, o de grupos policiales fuera de control, hay quien sonríe desdeñosamente y habla de paranoias. Pero, 33 años después de su crimen, el ultra Emilio (ahora, José Enrique) Hellín Moro sigue gozando de altas complicidades entre quienes solo deberían servir al orden democrático. Significativo, ¿no?

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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