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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Recentralización, independencia y pobreza

La crisis hermana a una España que va a la cola de la eurozona en cohesión social y una Cataluña con 2,2 millones de pobres

Francesc Valls

Mientras el ministro Wert anunciaba su intención de catequizar hasta la españolización über alles a los escolares catalanes, el Centro de Estudios de Opinión daba a conocer que el 74% de los ciudadanos de la comunidad desean un referéndum sobre si quieren o no la independencia. El ruido mediático generado por el choque entre recentralización y soberanismo es hasta tal punto ensordecedor que no ha permitido advertir que, poco a poco, bajo nuestros pies se ha abierto una brecha enorme que amenaza con tragarse la cohesión social. Curiosamente, en época de hechos diferenciales, la España española y la Cataluña catalana están hermanadas por unos datos catastróficos: el empobrecimiento creciente de su población, lo que debería ser motivo de preocupación para tanto patriota.

España es el país con mayor desigualdad social de toda la eurozona. Las organizaciones no gubernamentales se han convertido en suplentes de una Administración aturdida que concentra sus esfuerzos en pagar con dinero de todos una deuda engordada por los bancos.

Mientras nos enzarzamos en trifulcas como la de qué bandera debe ondear en las escuelas, Eurostat da cuenta de la cruda realidad: en 1,7 millones de hogares españoles todos sus miembros están en paro y solo el 67% de las personas registradas en las oficinas de empleo reciben alguna ayuda o prestación. España tiene la mayor brecha social entre ricos y pobres de toda la Europa de los 27. Es el país con mayor distancia entre el 20% de la sociedad que más ingresa y el 20% que menos. Se debate sobre bancos sistémicos o sobre encajes territoriales mientras la sociedad tal como la conocíamos se desintegra con celeridad. Y si esto sucede en el conjunto de España, reduciendo el campo del foco se constata que 2,2 millones de catalanes, un 30% de la población, viven en riesgo de exclusión social, asegura una tan concienzuda como preocupante encuesta de la Diputación de Barcelona.

Los jubilados catalanes han dejado de ser la principal bolsa de pobreza para pasar a ser poco menos que una potencia. En épocas de precariedad, cobrar una pensión, por menguada que sea, convierte al receptor en un, digamos, privilegiado y en un flotador social para su familia.

Los políticos se declaran incapaces de cambiar radicalmente la realidad y de embridar esos mercados en estampida

El panorama se carga de tintes negros. Da la impresión de que tanto España en su conjunto como Cataluña compiten en la deconstrucción del Estado de bienestar, pero no con la sana intención de conocer sus partes para volver a articularlo, sino para convertir sus piezas en inservibles. Los derechos, que no privilegios, que se pierden tardarán tanto en ser reconquistados que quizás no vuelvan. A ello se suma la incapacidad de buena parte de los políticos en dar respuesta a los problemas. “Quien me ha impedido cumplir mi programa ha sido la realidad”, dijo en un acto de impotencia y sinceridad Mariano Rajoy. Los políticos se declaran incapaces de cambiar radicalmente la realidad y de embridar esos mercados en estampida que, como dice el financiero George Soros, votan cada día y no cada cuatro años como los ciudadanos. Pero muchos políticos tampoco mueven ficha para adecentar el patio y que lo que está en sus manos funcione de forma ejemplar. He ahí los casos de corrupción. Y en el terreno de la cohesión social, los poderes deberían prestar más oídos a las entidades del tercer sector y dejar de tratar al ciudadano sin recursos o al parado como un presunto culpable de fraude. El Gobierno catalán, por ejemplo, no puede liquidar en octubre la partida anual de la renta mínima de inserción, cuyo recorte fue presentado hace unos meses ante los inversores internacionales como un ejemplo de seriedad en el cumplimiento del déficit.

Buena parte de los ciudadanos de Cataluña han puesto, a juzgar por las encuestas, tanta fe en la opción independentista como esperanza pusieron las generaciones anteriores en el cambio que debía comportar la transición democrática. La realidad es y era terca. Así que podría darse el caso de que a la deseada Ítaca llegara solo Ulises, porque tal vez los demás, como en la Odisea, hayan muerto por el camino.

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