La universidad que vendrá
Caben escasas dudas acerca del auge futuro de las universidades privadas en detrimento de las públicas
Hacer un pronóstico de la universidad que nos espera no es tarea difícil. Basta con analizar todos los datos que poseemos sobre la cuestión educativa en España —secularmente desinteresada por la materia— o en Cataluña —algo más interesada en ella—, y, en especial, los datos que nos ofrece la historia económica reciente de ambos países, y aun del contexto europeo. Un análisis de esos hechos y, en especial de su tendencia, permite forjarse una idea más bien desoladora del horizonte que le espera a la vida universitaria de nuestro país.
Para empezar, caben escasas dudas acerca del auge futuro de las universidades privadas en detrimento de las públicas. La pésima organización de los currículum universitarios, añadida a otros factores que enumeraremos enseguida, hacen prever una mengua de toda enseñanza “de Estado” en favor de cualquier enseñanza de pago —no solo la universitaria, también la secundaria—. La enorme competencia que existe en estos momentos en el mercado laboral hará que los progenitores que puedan permitírselo manden a sus hijos a centros privados —donde la formación, incluso las salidas profesionales, poseen mayores garantías que en los centros públicos—, habida cuenta, encima, de que el número de profesionales egresados de nuestras universidades supera con creces —mucho más que en otros países de nuestro entorno— el porcentaje de los que resultan necesarios. Añadamos, aún, que los salarios de nuestros recién graduados serán en España, por algunos decenios, inferiores a los que pueden percibirse en Estados Unidos, pero también en Francia, Inglaterra o Alemania.
En segundo lugar, las universidades en general, pero más las que dependen del Estado, tienden, desde hace cosa de 10 años, a suprimir la figura de los funcionarios públicos (profesores titulares y catedráticos) en beneficio de los profesores contratados: casi todas las cátedras vacantes, abandonadas por cansancio o por jubilación forzosa en los últimos años, no han sido convocadas como medida de ahorro relativamente sustancial: un catedrático de más de 60 años puede ingresar entre 4.500 y 5.000 € netos al mes, mientras que un profesor asociado, una de las figuras más extendidas en la universidad española de nuestros días, que en algunos centros llega a alcanzar el 50% de la clase docente, ingresa entre 450 y 500 euros por idéntica dedicación: 10 veces menos, como no es difícil calcular. Esta diferencia tan escandalosa no es, sin duda, la mejor manera de estimular a los jóvenes docentes a seguir una carrera académica solvente; ni siquiera es una garantía, sino todo lo contrario, de que ellos mismos (incluso los alumnos) se tomen muy seriamente su trabajo. La universidad española se ha “proletarizado” en los últimos decenios, y en el seno de esta clase de trabajadores los profesores asociados constituyen hoy un verdadero Lumpenproletariat mal tratado, menospreciado y violado en sus derechos más elementales.
Pero hay más. El objetivo no siempre declarado, pero tácito, del desdichado plan Bolonia consiste en dos falacias: ajustar el número de graduados a las exigencias del mercado laboral —algo que, como se ha dicho, en España no se cumple en absoluto, para desengaño de muchos de sus egresados universitarios— y homogeneizar, aunque no unificar (algo inviable cuando se comparan países con una sólida tradición intelectual con el nuestro) las enseñanzas que se reciben. El segundo de estos extremos era algo que podía darse por supuesto antes de que se pusiera en marcha el plan Bolonia: un estudiante alemán que termina el bachillerato, o Gymnasium, está, en todos los sentidos y en todas las materias, igual o mejor preparado que un estudiante salido de las aulas superiores españolas: es una realidad que conocen bien todos los profesores, no solo los de letras, sino también los de ciencias. Es sabido que muchas facultades del ámbito científico de toda España se ven obligadas a impartir un semestre llamado “cero”, si no un curso entero, para elevar la ignorancia de sus alumnos hasta el nivel mínimo que les permita seguir con provecho las enseñanzas de nivel superior. Aquí debería haberse pensado en carreras de cinco o seis años, en lugar de cuatro —las más—, para suplir eficazmente y con realismo las carencias cada vez más ostensibles de nuestra enseñanza secundaria.
Por fin, pero no para acabar con tan espinosa cuestión, la incorporación de las nuevas tecnologías a la enseñanza universitaria no hará sino mermar la capacidad de los estudiantes, ya de por sí pequeña, de poseer no solo información, sino el bagaje imprescindible para tener, durante los estudios y a lo largo de toda su vida profesional, amor por el conocimiento y el saber. Se está generando en España una clase profesional muy distinta de aquella que anhelaba la Segunda República: una clase dócil, inculta en términos generales, analfabeta en muchos casos, desinteresada por todo lo que no sea una pequeña parcela de saber e indiferente al desarrollo cultural y civilizatorio del país, que, curiosamente, ha gastado una parte importante de sus energías y de sus presupuestos en formar a esa clase profesional e intelectual.
A decir verdad, no veo más que nubarrones en el panorama universitario que nos espera en el futuro.
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