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El paisaje también se bebe

El enoturismo crece en Galicia a través de rutas con Denominación de Origen

Edificio de Adegas Moure frente al Cabo do Mundo, a la altura de A Cova, en el municipio lucense de O Saviñao.
Edificio de Adegas Moure frente al Cabo do Mundo, a la altura de A Cova, en el municipio lucense de O Saviñao. NACHO GÓMEZ

La llaman Viticultura Heroica porque desafía pendientes de hasta el 85% a más de 500 metros de altura. Pero podrían decírselo también porque se niega a sustituir con máquinas las manos que acarician las uvas. No teme siquiera a los desmanes del clima atlántico, que en los cañones del Miño y el Sil se transforma en oasis de aliento mediterráneo. Además de aciagas estadísticas sobre envejecimiento y olvido, las provincias de Lugo y Ourense comparten el misterio de la Ribeira Sacra.

Bañados por el caudal terco de sus dos ríos, que perforaron la orografía hasta convertirla en prodigio, los vinos ribeiranos maduran a su ritmo, protegidos por un paisaje indómito que ahuyenta al milagro del hormigón. En la etimología de Rovoyra Sacrata se esconde sin disimulo una concentración de arte románico solo comparable a la que auspicia Compostela. A la altura de O Saviñao (Lugo), entre las nieblas de primera hora, el mirador da Cova observa una de sus panorámicas insignes. Atrapado entre las fauces de un espectacular meandro, el Cabo do Mundo vigila impertérrito cada racimo de mencía, albariño y godello, que lo saludan con su aroma desde los viñedos que circundan la orilla opuesta del río. La estampa revela que enoturismo no son vacaciones de catador. Las rutas del vino descorchan para todos los paladares el mundo que encierra el verde botella.

Con las gargantas que rasgan el interior de Galicia solo se atrevieron romanos y ascetas. Los primeros, siervos de un Imperio que les enseñó a usar la espada, recibieron en pago unas tierras escarpadas que transformaron en vertiginosos bancales para vides de temple mediterráneo. Casi mil años después, una legión de eremitas conquistó los valles abruptos para embriagarse del beatus ille y coronó su paraíso cristiano con una docena de templos. A sus órdenes, cientos de campesinos mimaron el oficio vitícola con exquisitos frutos. De nuevo, habrían de pasar siglos para que sus nietos aprendiesen a saborear el terreno que mece las parras viejas.

Septiembre avanza y la fruta apremia por convertirse en vino. Al timón de Adegas Moure, Evaristo Rodríguez comienza la vendimia en los terrenos imposibles que enfrentan al Cabo do Mundo. Desde el pasado julio, su bodega es una de las 13 que se pueden visitar en la Ruta da Ribeira Sacra. A caballo entre Lugo y Ourense, el itinerario discurre entre pequeñas bodegas que habitan la zona desde el siglo XVII y grandes factorías vinícolas que guardan cubas y alambiques de última generación. En la parroquia de Sober, el camino se detiene ante la cerámica de Gundivós. Negras por el fuego y brillantes por la pez, sus vasijas pusieron el vino de Amandi a los pies de la Loba Capitolina cuando Roma dominaba Occidente.

Con el apoyo del Fondo Europeo de Desarrollo Regional, las seis propuestas que componen las Rutas do Viño Galicia-Norte de Portugal nacieron de un plan capitaneado por la Administración autonómica y por los propios viticultores. Hartos de la desidia del sector turístico cuando faltan arena y salitre, las cinco Denominaciones de Origen gallegas y los Vinhos Verdes lusos decidieron sacar lustre a la oferta cultural de los destinos interiores. A partir de 2009, el proyecto transfronterizo trató de aunar las reclamaciones de cada zona bajo el paraguas de un turismo sostenible que convirtió las rutas en productos de etiqueta y trazó en un manual los criterios objetivos que habían de reunir. Entre la maraña de indicaciones que ocupan decenas de páginas, un imperativo solemne sintetiza los requisitos: “En el destino debe poder respirarse la cultura vinícola”.

Aunque todavía es temprano para cifras grandilocuentes, existe la certeza de que la demanda va en aumento. Empujados por un sector en auge, surgen senderos que transcurren al margen de las rutas institucionales. En la comarca de Valdeorras, donde los vinos más orientales de Galicia se asoman a la frontera sin dejarse seducir por la Meseta castellana, Amparo Montenegro trata de conjurar la crisis entroncando en sus raíces lo que mejor sabe hacer. De abuelos viticultores, Amparo se dedicó siempre al turismo. Hacía años que las bodegas valdeorresas abrían sus puertas a quien quisiera visitarlas, pero “nadie tenía actividades estructuradas”. Hasta ahora.

Hace unos meses meses, Amparo contactó con los productores de la zona para canalizar sus productos a través de un “portal de experiencias” que bautizó sin florituras. Desde mayo, Enoturismo Galicia ofrece en la Red paquetes que incluyen alojamiento, comida e incluso la posibilidad de participar de la vendimia. Para medir el éxito de su proyecto apela a la prudencia pero se muestra optimista. “No me puedo quejar”, remacha. Tampoco se quejan los bodegueros ahora que el vino se saborea antes de llenar la copa. Saben que la promoción será ardua y costosa, pero los alienta pensar que el paisaje que se bebe también les dará de comer.

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