Los náufragos del rescate
La indulgencia con los grandes defraudadores contrasta con la mano dura fiscal con quienes dan el piso en pago de la hipoteca
La crisis, más que incentivar reflexiones sobre cómo buscar alternativas al fracaso de un modelo económico, aguza el ingenio de cortos vuelos. Y la imaginación de algunos políticos suele aterrizar en un dogma: la ciudadanía ha vivido por encima de sus posibilidades y, por su disipada vida anterior, ahora debe arrepentirse y sobrellevar el peso de la crisis. Como siempre, la ceniza penitencial va a parar al eslabón más débil, pues es de sobra conocido que históricamente todo cristiano acomodado, previa compra de bula, ha podido comer carne cualquier Viernes Santo que le viniera en gana.
Hace unas semanas el Gobierno central reguló el acceso a una ayuda excepcional para parados de larga duración. No se trata de ninguna canonjía. La excepcionalidad reside en 400 o 450 euros al mes que perciben quienes han agotado la prestación de desempleo, han pasado un mes en blanco —sin cobrar nada de nada—, han buscado trabajo y han enviado al menos tres currículos. El plan lleva el nombre de Prepara y realmente dispone, pues con un máximo de 15 euros al día a lo único que se puede aspirar es a la liberación del espíritu para alcanzar la virtud. Poco importa que la tasa de paro en España se halle en un 24,6% de la población activa. No tener trabajo se criminaliza y el parado tiene el estigma de sospechoso. Curiosa paradoja, cuando la destrucción de empleo es una de las primeras consecuencias de los recortes económicos, que tienen como fin cumplir el objetivo de déficit. Ello, a su vez, permite acceder a los fondos de rescate para salvar bancos.
La presunción de culpabilidad pasa a ser de inocencia cuando los afectados son defraudadores fiscales. Ahí está la amnistía fiscal con la que el Gobierno central esperaba recaudar 2.500 millones de euros y de momento va por 50. Al principio la Dirección General de Tributos pensaba gravar con el 10% todos los activos ocultos. Pero la bondad intrínseca del evasor movió al Ejecutivo de Rajoy a conformarse con que únicamente debiera tributar el 10% de los intereses generados por el capital defraudado en los ejercicios no prescritos (los tres últimos años). Sin intereses ni recargos. Habrá, pues, casos de habituales de los paraísos fiscales a los que acogerse a esa medida les suponga pagar menos del 1% de lo evadido. Todo con discreción y escasa comprobación. Hay confianza.
Esta moda no solo campea en la España profunda, sino también en la Cataluña que se prepara para la transición nacional. Abundan ejemplos de cómo se castiga a esa masa que soporta el peso de la crisis por haber vivido “por encima de sus posibilidades”. A los náufragos del rescate bancario, a ellos sí se les aplica todo el peso de la fiscalidad. Ayuntamientos de todos los colores políticos, Barcelona, L’Hospitalet o Castelldefels, cobran el impuesto de plusvalía a los ciudadanos que dan su piso en pago de la deuda hipotecaria a la entidad bancaria. Quedarse sin vivienda no es el final, porque la dación en pago se considera una compraventa y, por tanto, el ciudadano debe afrontar los gastos derivados de la revalorización de los terrenos. La situación desesperada de quedarse en la calle tiene el mismo trato fiscal que un negocio inmobiliario. Algunos Ayuntamientos ponen facilidades y otros se plantean no cobrarlo.
Contrasta, no obstante, la rigidez fiscal para con los desahuciados y la flexibilidad para con los grandes defraudadores. Lo que en unos casos es virtud en otros es pecado. La ascesis es solo para los segmentos socialmente más frágiles. Así lo ha entendido el Ayuntamiento de La Seu d’Urgell al obligar a realizar una hora de trabajo por cada 15 euros de ayuda que un vecino recibe de las arcas municipales, ya sea en alimentos, pago de recibos de agua o luz… Si el afectado no puede hacerlo, la responsabilidad recaerá en algún miembro de la familia para, en palabras del alcalde de la localidad, “equilibrar derechos y deberes”. La finalidad es “evitar la dependencia crónica de los servicios sociales”. La medida tiene el noble fin de “potenciar la autoestima”, esa con la que parecen determinados a acabar algunos poderes públicos. Es la aplicación de la máxima “¡que se jodan!”, acuñada en julio pasado por la diputada Andrea Fabra, hija del impulsor del aeropuerto sin aviones, aunque pagado con dinero público.
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