Historia de dos historias
¿De qué narices ha servido todo el folclore alrededor de la memoria histórica si se actúa como si la historia se hubiese acabado de una vez por todas?
Camino de Marsella, acelerones y frenazos, el Ford Escort que conduce Francesc Panyella renquea y cambia de carril como un ratón que se escabulle del gato. Empiezo a pensar que las películas con carreras de coche que se han rodado en Marsella tienen su razón de ser. Del aeropuerto hasta los accesos principales no ha mirado ni una sola vez los espejos retrovisores.
Francesc es un encanto y a su lado no hay minuto perdido. “Mira esto, mira aquello”, “por aquí se va a…”, “eso se construyo cuando…”. Todo es reconocible en la Provenza, es como estar en casa sin llegar a ella. El paisaje, el mar y el cielo son los mismos pero la crisis, de lejos, aunque sea de tan cerca, parece más leve. Las subidas y las bajadas de los barrios que atravesamos ponen a prueba el motor. Es hora punta y el centro está que arde. Como el radiador. Olemos a quemado y después de un acelerón marca de la casa el humo empieza a salir por el lado izquierdo del motor. Francesc aparca el coche con destreza encima de la acera, sube y baja a toda prisa para no entorpecer el tráfico, deja un cartel en el salpicadero y nos vamos al taller. Me parece que no he dicho que está a punto de cumplir 89 años.
Los días de Marsella son intensos, la feria del libro de la Canebière llena de actos el centro de la ciudad y los días parecen una gincana. Después de cenar, Francesc y su mujer, Maria, me dicen que me vaya al hotel, que parezco cansado. En fin, prefiero no pensar que me dobla la edad. Como tantas otras vidas —como la de su mujer, Maria Bell-lloch; como la de su amigo Sergi Bachs— la suya tiene dos partidas de nacimiento, el propio y ese punto un tanto más difuso que fue el de la Guerra Civil. Son biografías que se derramarían por los márgenes de este artículo. Francesc tuvo que huir de Vallirana y quedarse en Peralada trabajando de labrador. Hace poco que descubrió que su hermano está enterrado en Besalú. Maria me enseña su carné de la Resistencia y Sergi Bachs me regala un libro, He trobat l’hivern una mica llarg, la historia del exilio, con la fotografía de su padre, Joan, en el campo de concentración de Rivesaltes, el año 1940.
La amnesia histórica convierte un problema serio en un drama
En el comedor de Francesc hay diversas piezas de fundición. Después de exiliarse, después de la Segunda Guerra Mundial, tuvo que venderse los pocos libros que tenía para comer, “no lo volvería a hacer, jamás”. Pudo entrar en una de las escuelas de formación profesional y salió con el diploma de fundidor. Lo contrataron el año 1953 como obrero y se jubiló como director técnico comercial. En su fábrica se fundían las piezas de bronce de los submarinos nucleares franceses. Casi nada. Ya ven que las biografías se salen de la página.
Uno de los peligros de olvidar la historia es creer que se acaba o que no ha existido. Para contextualizar la crisis, sin quitarle ni un ápice de importancia, nada mejor que recordar que ha habido tiempos peores. ¿De qué narices ha servido todo el folclore alrededor de la memoria histórica si se actúa como si la historia se hubiese acabado de una vez por todas? Tanta celebración no era sino el síntoma de la aceptación de las tesis del fin de la historia.
De vuelta para Barcelona, la casualidad quiere que en el aeropuerto, mientras espero para embarcar, escuche a una señora quejarse de que su hijo, arquitecto, con 34 años, esté pensando en emigrar. La queja es total y deja su narración sin asideros sólidos: la culpa es de la Universidad, del Gobierno, de las empresas y hasta del Barça. Es un lamento personal, atemporal, me atrevería a decir que egoísta. La amnesia histórica convierte un problema serio en un drama. La falta de contexto y de capacidad de comparación, la ausencia de perspectiva impide cualquier elaboración. Pienso en la pregunta que le he hecho a Francesc, si, a pesar de todo, ha valido la pena. Y su respuesta ha sido que sí. Y acto seguido me ha empezado a contar sus cuitas para conseguir que pongan una placa en Marsella para que se reconozca a los voluntarios catalanes que lucharon en las dos grandes guerras mundiales. La historia de verdad no se acaba nunca. No se exilia.
Francesc Serés es escritor.
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